Una calle para Tomás

febrero de 08


Por mucho que el señor regidor quiera imponer –e impone- su obra y gracia, el perfil de la ciudad es el mismo desde el aire; el Pisuerga sigue en su sitio, tan sucio como siempre y; el callejero no expulsa ningún nombre propio. Pero lo va a hacer. Mejor dicho: va a expulsar algún nombre impropio. A no tardar, habrá que tirar por la cadena del váter el nomenclátor fascistoide del pasado yugoflechero que anida en algunas de sus placas. Y aquí es donde quiero yo meter una cuña: necesitamos una calle Tomás Hoyas.

Si la pila bautismal la llena el Instituto Nacional de Estadística, que entrega un censo con las calles, plazas y demás garambainas urbanas construidas en el último año, después, es el Ayuntamiento el que dispone. Y debería empezar a disponer en el terreno de los vivos. Nuestra institución ha de adelantarse y prever no ya las calles nuevas, sino las por remozar, que, además podría decirse que son, estratégicamente, importantes. Hay una bien céntrica que le vendría al dedo a nuestro protagonista: Primo de Rivera. Ahí, detrás de la plaza Mayor, al lado de Poniente, respirando el olor de las rosas que son en la ribera del río

Y es que uno considera que Valladolid debería cuidar a los columnistas que la glosan. Madrid, con su ademán de ombligo, no presta ojos más allá del Manzanares. O de la sierra. Y no se entera más que de lo que pasa a pie de su cielo. Pero cuida a los suyos: bautiza el mapa con apellidos rubricados en el mejor periodismo político-literario: Campmany, Haro-Tecglen y así. Gentes que escribían con los ojos cerrados y la mano abierta; gentes que, a su manera impresa, representan también la geografía en la que se levantan, viven, duermen y beben. Porque, ¿qué más puede pedir un municipio que un comentarista brillante de su actualidad?

Lo malo es, para algunos reconocimientos, tener que estirar la pata. Por eso en Rivas-Vaciamadrid, ese experimento rojiverde, esa Córdoba castiza, se han puesto las pilas y sus vecinos pueden pasear, sólo por la efe, por las calles: Francisco Brines, Fernán Gómez, Francisco Ayala, Fernando Trueba. Y luego, Juan José Millás, Vázquez Montalbán, Caballero Bonald, Josefina Aldecoa, Nuria Espert, Pilar Bardem, etcétera.

En Valladolid no hay para hacer un barrio así. Somos contenidos en nuestras expresiones culturales. Y las fuerzas centrípetas llevan a todos a ser de la capital, que, a la postre, es la que reconoce. Pero los vallisoletanos lectores tenemos en Hoyas al cuidadoso guardián del lenguaje clásico y, al mismo tiempo, al mejor hacedor de neologismos, toma ya. Tenemos el castellano de Castilla, ¡el castellano de Valladolid! ¿Y no le vamos a usar en beneficio propio para nombrar, aunque sea, un callejón del Gato? Pensemos, en justicia, repito, cómo llamar a esas calles vejestorio que, según ley, próximamente tendrán revestimiento democrático. Calles… o puentes: ¿imaginan el de la División Azul, llamándose puente Tomás Hoyas? Ea. O, si por mí fuera, echaba todo el alcohol y todas las cerillas del mundo en Platerías, siempre desbaratada, y se la adjudicaba bajo mano para que impusiera orden.

Pero como somos unos cutres ni siquiera hay una iniciativa editorial que antologue los artículos por los que tiene merecido el prestigio delibesiano que le emparenta con Carreter, Marías o Millás. Su artificio verbal acorta el espacio entre palabra y pensamiento como se dice que hace la poesía. Porque él, además de locutor, claro, es poeta. Como Umbral.

Dice Hoyas, doblador de Lee Marvin, ilustrísima columnista, escritorazo, que es difícil narrar sobre Región. Lo dice en su lenguaje de jaspe, de prosa silícea, respondiendo entrevistas por la cosa del Premio Delibes. Pero, ¿cómo no va a ser difícil hablar de una autonomía en la que el mismo presidente parece el concursante de un programa de telerrealidad que busca pasar inadvertido para que la audiencia no lo expulse? Mira, lo que tendrías que hacer es hablarnos más de ti, menos de la obligada actualidad y empezar a escribir un diario con guantes, una autoficción o lo que sea.