26 de abril de 07
Nos cargamos los sueños con una eficiencia que nos aproxima al deslugar, al espejo de los ánimos hundidos. Y los extirpamos como aprendices de carnicero en el quirófano de las emociones. Deberíamos pensar en ello. Por ejemplo, en el breve lapso de ocio que le queda al común, normalmente coincidiendo con el camino de vuelta del trabajo. El dinamitador que dinamitó Europa en el ochenta y nueve con la especie capitalista hipócrita dinamitador fue. El cupido que clava puñales en vez de flechas disfruta de buen nombre. Y los dentistas conspiradores contra el ratoncito Pérez tienen la sala de espera llena. Llegará el día en el que los dientes de leche sean de whisky: daremos a los niños biberones como copazos empastados y no se caerán más paletos. Después del parto mamarán leche asiliconada con sabor a fresa.
Lo último es que se vende la luna a porciones, como una tarta. ¡Esto sí es carrera espacial! O sea, que si se la prometes a tu pareja y al poco no llegas con la factura que pruebe la compra de unas hectáreas, ella, él, ello, te podrá demandar por incumplimiento. Se lleva vendiendo dos décadas pero los más mortales -de momento lo somos- nos enteramos ahora.
Un intrépido se ha arrogado la propiedad de la luna y la despacha por parcelas, lo cual tiene pinta de gran salto para el hombre, pero de pequeño paso para la humanidad. Eso de tener unas tierras a cuatrocientos mil kilómetros de distancia, donde plantar lino o la tumbona, debe de molar: recordemos las palabras de Edwin Aldrin, el segundo astronauta en alunizar, cuyo nombre hemos olvidado como los de los ganadores de la medalla de plata en cualquier competición deportiva: “Se aprecia un panorama bellísimo”. No sabemos si Neil Armstrong habrá comprado, pero Reagan o W. Bush, cuyas vocaciones imperiales van más allá de la Tierra, ya lo han hecho.
Se vende el astro y quizás el alcalde de Valladolid haya pagado unos eurillos como inversión o pensando en un futuro retiro espacial. No extrañaría que desafiara la muerte y también consiguiera mayoría absoluta. Como no extrañaría que, en tales casos, quisiera presentarse a alcaide en un montículo lunar en la experiencia inaugural del sitio y repartir como agua de romero las primeras viviendas de protección. Y si el objeto sale de otro palo siempre podría ponerse unos tirantes de gobernador civil. Por cierto, apuesto que la Barberá tiene echado el ojo a la luna de Valencia.
Aunque la trama parece de un elitista que tira para atrás, el precio del acre sale a veinte dólares: o sea, unos cinco mil metros, quince euros. Razonamiento facilón es que, al precio del metro cuadrado en las españas, saldría bien invertir en esta bolsa de la compra. Y lo mismo, hasta desgrava. El método elegido para asignar el suelo selenita es tan arbitrario como increíble: el tío va y pone el dedo índice en un mapa del satélite. Esto es, lo mismo te toca un pubis que un cráter. El buen hombre, estadounidense, responde al nombre de Dennis Hoppe y, con la tontería, dice la BBC que ha recaudado en las dos últimas décadas siete millones de euros. Y le queda casi todo por colocar.
En este modelo económico de corte no intervencionista, la libertad tiende a infinito. ¿Qué pasaría si yo pusiera mañana un anuncio en el periódico diciendo que también vendo trozos de luna? O de sol. Lo mismo Hoppe me demandaba. Y si dijera que vendo saltos imaginarios de alegría o jirafas verdes en el pensamiento de los demás, ¿todo el monte sería orégano? ¿Y si trajino botellitas con aire de Australia, suspiros pronunciados en el metro de Moscú o arañazos en el agua? ¿Y si comprara vastas extensiones de cielo?: las compañías aéreas tendrían que comprarme trozos de autopista para atravesar mis lindes camino del aeropuerto más lejano. Hace cuarenta y seis años de Gagarin y cincuenta del primer satélite artificial. La URSS dominaba la cosa. Ahora Rusia tira la dacha por la ventana y monta a ricachuelos junto a sus astronautas. No sé quién chulea a quién, si Moscú a los millonetis o éstos a la plaza Roja.
Paralelamente a la destrucción del futuro por medio del panteón del pasado, intentamos no perder la memoria. Y se nos ocurre hacer pequeñas reservas con ella. Guetos. La mejor manera de practicar la extrema unción. Así, una autodenominada ‘Escuela de escritores’ ha propuesto apadrinar palabras. Apadrinarlas te sale gratis, cuestión a tener en cuenta ahora que el jaleo de Intervida ha dado ánimos a los desconfiados que siempre piensan que les van a robar la cartera y que nunca encuentran tiempo para la acción social.
La cosa es que acabamos apadrinando la recua, que tampoco está mal. Y hasta la costumbre, los pactos de Estado firmados estrechando las manos, la moral. La simple, porque la doble nunca ha estado en riesgo. También nos mola salir al campito, caminar diez kilómetros a las afueras en busca de una fuente y dormir en una casa rural, que si huele a vaca, mejor. Sagrado y profano se mezclan en untuosa ligazón. Lo antiguo mola pero para un rato, claro. Y digo yo que, aprovechando el impulso, por qué no -ahora que el futuro se echa encima con las manzanas mordisqueadas por Eva- apadrinar el cerro de san Cristóbal y tirarlo por el retrete. Volver a la pintura rupestre, no, pero ¿y recuperar el oficio de chatarrero? Si está bien pagado no faltarán demandantes. A ellos recurriríamos: portarían en un carretillo el yugo y las flechas de la cistérniga protuberancia junto al nomenclátor de algunas callecitas. El tema sería llevarlo todo a un descampado, montar un desguace guapo y luego vender la nostalgia por piezas a marcianos fascistas que veraneen en la luna.