1 de septiembre de 09
“Al bosque le he pedido que cuide de mi alma, que la bañe con jugos luminosos, con sus resinas rojas. No quiero un alma pura: sólo un alma que huela a rama quemada por el sol, a nido y a musgo, a río sin retorno (…) No quiero un alma pura que solamente mire al cielo. Quiero un alma que lleve su gemido hasta la boca del bosque y que la salven si pueden los ríos subterráneos, las promesas del liquen. Y por eso le he pedido al bosque también que lamiera mi alma con su lengua invisible”. Vicente Valero.
Mi amor por la naturaleza no obedece a senderismos ni domingos por la mañana descubriendo fuentes, cuyo chorro, si cuelga metro y medio, se convierte, de facto, en cascada. Mi amor por la naturaleza es más bien antropológico y político. Sé que en sus faldas está el origen de todo y que de su defensa presente depende el bienestar del futuro. Mi amor por la naturaleza también es griego. Me gusta el ejemplo de Virgilio: cultivar el huerto seguido de unos versos o una tradución.
Desde la ciudad se cuida bien la naturaleza. ¿Qué esperas, lector, de una persona a la que le gusta ver quioscos donde comprar el periódico, pastelerías donde adquirir ambrosías, pasar por delante de hospitales y teatros, es decir, de Desarrollo?
En la impureza reseñada por Valero habita la posibilidad más alta de lo puro. La naturaleza bien puede ser otro paraíso perdido, como los abrazos de la amada cuando deja de serlo; la niñera de mis destemplanzas, la nodriza que alimenta mi sed de justicia color de pezón.