27 de septiembre de 2016
“Pintar es
asomarte a un precipicio”. Ramón Gaya. Sentencia que parece lorquiana. No
extrañe: los contrarios son semejantes: abstracto acaba tanto lo desnudo como
lo distorsionado. “[Pintar es] entrar en una cueva, hablarle a un pozo / y que
el agua responda desde abajo”. Justo ayer me daba con Martín Garzo en Correos y
me decía algo similar: “Escribir es seguir un rastro como un perro”. No sabes
dónde te guía. Incluso lo puedes perder. La semana pasada previne a un amigo de
Benjamin Black: las novelas -más que geométricas, cuadriculares- en las que
todo encaja desde un principio, ahora y siempre; en las que el autor hace del mcguffin un Todo compacto, ¿qué interés
representan? ¿A mí qué me importa que Pepita se case con Juanito porque el
autor así lo dispone? En el caso de Banville, te dejas mecer y la narración te
lleva hacia donde ni tan siquiera él sabe. Mantengo el beneficio de la duda en
razón de que no todos los firmantes son iguales, y de que a Onetti y Félix
Grande les agradaba Chandler. Pero disfruté hace dos semanas de la puntería de
César Aira: “Uno puede hacer cosas tan blasfemas como cansarse de Shakespeare,
de Kafka, de Henry James, y ponerse a leer novelas policiales (…) La relectura
está implícita en toda buena literatura (…) La novela policial es por
excelencia lo que no se relee, ya que es su propio spoiler (…) Si no hay promesa de excelencia no vale la pena empezar
siquiera (…) La calidad, más que un elemento constitutivo, diría que es el elemento
generador (…) No podría ser de otro modo, tratándose de una actividad sin
ninguna función que la justifique ante la sociedad; necesitada de ser buena
para existir ”. En el género por el género no hay manantial bajo el pozo. Si caes,
ni siquiera morirás ahogado. Lo harás de inanición.