24 de junio de 2017
“Lleva una
vida convertirse en un artista joven”. Jan Fabre. Podría firmarlo Picasso. Una
cosa es decir algo diferente y otra
decir algo nuevo. Los que logran lo
segundo duran. Quedan. No basta hacerlo bien o muy bien. ¿Cuáles son las
coordenadas de la permanencia? Decir algo nuevo usualmente dista del normal discurrir de la sabiduría. Tiene más que ver con el genio. Con la frescura de la juventud, adquirible, por qué no, a
los noventa. O a los cincuenta y nueve, como Jan Fabre. La juventud calcifica
el endoesqueleto. “En los setenta podías encontrar huesos humanos en el mercado
libre; ahora tengo que escribir a las universidades”. También pesa conocer a un
enterrador: el del pueblo de mis abuelos nos regaló una vez un cráneo perfecto
y sin diamantes. “La vanguardia de verdad siempre procede de la tradición”; ser
joven es el paso siguiente de la infancia o de la senectud. Los enterradores lo
saben. Hacen bien su trabajo, pero no son artistas. El azul es un color joven. No
cabe en un féretro. O sí. “El entomólogo Jean-Henri Fabre definió la hora azul
como ese momento sublime en el que los animales nocturnos van a dormir antes de
que los diurnos despierten. El azul es también un color importante en la
Historia del Arte. Hay dos o tres básicos: el dorado de los dioses, el azul del
manto de María… En el siglo XIV se viajaba hasta Afganistán por el lapislázuli.
Era uno de los colores más caros. El mío es un poco más contemporáneo”. Lo ideal es quitarnos años mientras dormimos. Pintar de azul las arrugas del alma. Dos
mil años después de Cristo ser tan jóvenes como un griego de la época antigua.