5 de febrero de 2017
“La
verosimilitud no me interesa. Es lo más fácil de hacer”. Hitchcock, en sus
conversaciones con Truffaut. Sobre una película, aporta: “Hay una ornitóloga
por pura coincidencia. Naturalmente, habría podido rodar tres escenas para
hacerla llegar de forma verosímil, pero esas escenas no tendrían ningún
interés”. En el minuto ocho de El
apartamento, Billy Wilder introduce una conversación anodina de escalera para
dejarnos claro que el vecino de C. C. Baxter es doctor. De ese modo, a mitad de
cinta, cuando Baxter necesita uno, parece lógico que llame a la puerta de al
lado. ¿De verdad necesitamos justificar las tensiones narrativas? ¿No es más fácil tener la excusa montada que hacer
que aparezca lo que necesitamos? ¿No se acerca la escritura profesional al puzle? ¿No se parece en ella el guion
literario al motor de un coche? Poner cebos al lector, ¿no es tratarlo como un
pez? ¿Qué se dicen la técnica y el arte cuando comparten mesa y mantel? Las
transiciones, ¿no son paja con la que mejor haríamos un sombrero o llenaríamos de
comida un establo? Una tercera vía es admitir que podrías contar algo pero
eludes hacerlo: “Ella me lo ocultó, pero yo simplemente me enteré. Contártelo
me llevaría una eternidad”, le dice Murakami al lector en Hombres sin mujeres, página 32. O, en el mismo libro: “Estábamos en
una sala de un hotel de Akasaka donde se celebraba una fiesta con cata de vinos
(…) Explicar qué hacía yo en un lugar así me llevaría mucho tiempo” [página 86].
Velay. Cualquier decisión es la correcta si está bien tomada.