11 de febrero de 2017
“Y has
mirado tus libros como miran los árboles sus hojas”. Luis Rosales, La casa encendida. Toda propiedad es una distancia abierta entre el sujeto y el objeto. Estás en ellos, pero, ¿son tú? Los libros
te moldean, obvio, pero también moldean el mundo. Moldean a la
persona que no lee. A la persona amada, ante la que sugiere imágenes nuevas. “Tú
decías / con una voz tan quieta que se iba haciendo árbol” que las palabras
sólo pertenecen a quien las sabe detonar. Y precisabas un martillo frente al
que decir: “Como si tú ya fueras / la palabra precisa”. Pero a las afueras del
lenguaje existe otra precisión, más exacta que la que habita dentro. Y las
hojas son, allí, una expansión de la vida, en la que leer la vida “como un alud
que avanza lento / borrando en cada paso una frontera”, hasta llegar a ti, y
detenerse “como un poco de arena que ha soñado ser playa”, y darse cuenta del
imposible; y mojan sus pies en el Origen y reparan, de nuevo, en la pequeñez de
la Especie, consciente de que todo “ha de tener, al fin, la estatura de un niño”.
La geometría del poema no puede no ser proyectiva. “Sigue cayendo todo lo que era Europa, lo que era mío”. Precisamos un libro ante el
que existir.