26 de junio de 2011
“Londres era ese lugar al que por oscuros motivos sabemos que no debemos ir nunca, porque allí nos espera la muerte”. Enrique Vila-Matas, Dublinesca.
“No volverá jamás a esa ciudad (…) pero tiene que reconocer que le encantaron los autobuses de dos pisos y tres elegantes y solitarias tumbonas que fotografió en Hyde Park (…) En general no le gustó Londres (...) ‘No sabes cómo detesto Londres’, acabó diciéndole Beckett en una carta a su amigo McGreevy (…) Londres le puso de muy mal humor. No le divirtió casi nada de lo que vio o creyó ver en la ciudad. Se reafirma en su ya vieja idea de que quien ha visto Nueva York (…) tiene forzosamente que mirar con sentimiento de superioridad y estupor a Londres (…) Intuye que se olvidará pronto de Londres, pero nunca de la brillante instalación (…) en la Tate Modern, (…) una experiencia en los límites de la razón”.
Siempre presagié que esa ciudad me disgustaría, pero reconozco que superó con creces mis expectativas más pesimistas. Y eso que había mil o dos mil motivos para amarla y sentir después nostalgia.
Casi siete meses más tarde respiro hondo al ver que una autoridad como Vila-Matas refrenda mis augurios consumados y pronostica/desea para el año dos mil cincuenta y ocho una lluvia cruel, “sin tregua alguna, de varios años” sobre ella. Yo no puedo sino desear lo mismo. O un incendio de grandes proporciones. Fumigar no basta.
Londres la carga el diablo, que más sabe por asesino que por diablo. Uno tiene que vivir obligatoriamente tranquilo sabiendo que esa ciudad ya no forma parte del mundo. Y que hace tiempo los aeropuertos dejaron de volar allí.
Y que existen nuevas playas y nuevos soles no cancerígenos. Como dice la canción, “no hay otros mundos, pero sí hay otros ojos. Aguas tranquilas en las que fondear”.