10 de agosto de 2015
“Gil de Biedma es un
gran crítico de la cultura, pero un poeta menor, de alcance verbal muy
limitado”. Caballero Bonald. Sólo la alcurnia de la libertad permite tutear
a un santón. Recuerda al rebajamiento que Gamoneda aplicó de Benedetti. “Los
grandes poetas de esa época –prosigue Bonald- son Valente y Barral”. Me obliga a recordar
la apostilla que me hizo Fermín Herrero, después de admitir que Gil
es frío: “Su virtud, esencial, es que renunció a la inteligencia en la poesía”.
Me voy al verso del barcelonés desde las ruinas de mi inteligencia. Siempre tuve predilección
por las ruinas. Hace cuatro días Zunzunegui me disparó al centro: “Las ruinas son
propias de melancólicos”. ¿Gil de Biedma, melancólico? Sí. ¿Poeta menor? Me repito: “Su
virtud es que renunció a la inteligencia”. Eximir a un autor de
inteligencia, descontársela, es como amputar a un atleta sus dos piernas, signifique inteligencia lo que
signifique, nombre exacto de las cosas o su reverso [la matemática no conoce cifra exacta; y la literatura y el arte consisten en imprecisión,
ambigüedad, estilo y juego]. Estrambote: los
cruzados de la sencillez y la claridad que defienden a Biedma frente a
Caballero, defienden también, curioso, a Ferlosio -en tanto que hipotético
contrario-; cuando su prosa es tantas veces un calco deseado de la poesía barroquizante
del jerezano. Un solo ejemplo: “Nuestro siempre querido, benemérito (…) y
gracigordo diario monárquico de la mañana (…) con su amarilleante y torticera
perspicacia populista, la golosa e infalible rentabilidad impresiva (…) Ni por
ensueño se esperaba la ocasión de oro que, a efectos de exprimir hasta el
máximo grado imaginable el potencial suasorio de la ominosa efigie...”. Etcétera. Por
cierto, los versos que anteceden a la renuncia de la inteligencia biedmeana apelan, también, a la
renuncia de leer, sufrir y escribir. O sea, a la vida misma. Llena
de diarios amarilleantes y torticeros. Se supone. Vacía de sufrimiento. Hay muertos más despiertos.