15 de agosto de 2015
“Los viajeros, al
final de sus trayectos, cuando les había parecido insalvable el último golpe contra
los escollos de la vida, encontraban destellos de sí mismos en los cuadros de
Tiziano, del Veronés, de Tintoretto, en el tembloroso brillo de una luna sobre
el agua, y eso los reconfortaba”. Rafael Chirbes, Mediterráneos. ¿Qué última capa de pintura habrá detenido tu
serenidad? “A fuerza de dar tumbos, uno ya ha aprendido que un viaje se resume
por lo general en un solo instante”. Los relojes se detienen en señal de
respeto. Lo aprendieron de los retablos de las iglesias. La quietud es
infinito; la congelación del momento, emisaria de eternidad. Nuestro presente tiene
complejo de derviche giróvago: hace, entra, sale, cambia de asiento, viaja por
viajar, colecciona experiencias, conoce gente. Y, sobre todo, vive en la
exterioridad de la naturalidad, en los titulares y con el dedo en la pantalla. “Sigue
dando vueltas, si acabas de pie” –Bunbury-. Chirbes vivía tranquilo y rizaba rizos: halló sustrato artístico en el realismo. Culto, escéptico-comprometido, esquivo
de trato galante. “Cuando desuellas a un pez, su cuerpo muestra desazonantes
similitudes con el de un ser humano. Prueba a contemplar la agonía de un
insecto a través de una lupa. Descubrirás qué atrocidad, qué convulsiones, qué
manera de revolverse, de abrir y cerrar la boca, la desesperada agitación con
que mueve las patas (…) Liebres temblorosas. He visto morir a mi madre y a mis
tíos. El mismo raleo, la misma respiración entrecortada y sibilante (…) La vida
humana es el mayor derroche económico de la naturaleza. Cuando parece que podrías
empezar a sacarle provecho a lo que sabes, te mueres, y los que vienen detrás
vuelven a empezar de cero (…) La vida es un despilfarro”. En la orilla. Somos lo que somos, no más. Nuestra separación del animal cabe en la cabeza de un fósforo. Tu agonía la imagino como el ladrido de un perro callejero; me gustaría acompañada por alguna blasfemia indolente. Como
Maquiavelo, como Houellebecq, como Peckinpah, pusiste por escrito lo que
desazona. No hay apología, sino apoplejía. Cuando morimos, a la cabeza no le queda carrete y del corazón para qué hablar. Al final, los que fallan siempre son los pulmones. Encharcados por la tuberculosis,
calcinados por un cáncer; paralizados ante un amanecer. Purificarás el
fuego de la incineradora. La temperatura cayó en tu muerte, evocando la claridad demacrada
del invierno.