7 de abril de 05
La felicidad es una entelequia. Leo por pluma de Juan Cueto que en Londres se venden helados de la felicidad. En Valladolid tenemos algo parecido a un aeropuerto -que cierra su angosto espacio aéreo a los aviones que se retrasan diez minutos- y nos deja la capital inglesa a tiro de canica. Así que podríamos saborear cuando quisiéramos esa “esencia de orquídeas, ‘márketing’ y leche de vacas felices” en la que consiste el intrigante postre.
La industria de la felicidad aporta: leche con melatonina que ayuda a dormir bien, galletas y chocolates antiestrés. Pero nosotros, desaboridos, no padecemos de estrés porque tenemos asimilado que el trabajo sin horario supone una bendición del cielo. De hecho, debería sentirse agradecido aquel que goza de un contrato temporal. Dichoso. Los contratos en prácticas llenan otro espacio aéreo: el de redacciones, oficinas y fábricas que nunca se pondrán a disposición de un contrato fijo -perdón, quería decir indefinido-, porque la mano de obra esclava -perdón, quería decir gratuita- es más sustanciosa que nada.
Pero no despegamos del viaje: cuando turisteamos ‘London’ pedimos el mismo cucurucho que tomamos en el paseo de Zorrilla. Llevamos el castellano adiposo grabado a un fuego macilento y azul -que todavía si fuera grueso y rojo sería una novela de Valdeón-.
A la información proporcionada por Cueto se puede añadir la fórmula que aporta el economista británico Andrew Oswald al respecto: r = h (u (y, z , t)) + e. La conocemos gracias a Ángela Vallvey, quien la popularizó a través de sus ‘estados carenciales’. Las variables usadas para estimar la felicidad son: características personales y demográficas, ingresos económicos, el factor tiempo y los cambios de opinión y preferencias. Como resolución, “un matrimonio duradero aporta tanta felicidad como una paga extra de 96.000 dólares, mientras que la pérdida de empleo cuesta, en términos de felicidad, 64.000”. Es una concepción un tanto material de la vida. Tan fría como los sentimientos con los que traficamos para conseguir placeres fugaces, cada persona lleva dentro un ‘broker’. La ecuación para alcanzar la dicha no sirve por demasiado vulgar y poco delicada. Con mezquindad o sin ella, con o sin realidad, tampoco entendemos estas ‘recetas’ porque los polinomios se escabullen de los planes de estudios. El álgebra lo enseñaban los curas de entonces y, claro, maldecimos el Antiguo Régimen en la salud y en la enfermedad. Para lo bueno y para lo malo.
La curva de la felicidad es como la curva de la demanda: la barriga del mercado. Y decrece y decrece entre representaciones gráficas y diagramas geométricos. Cuanto más acaparamos más necesitamos, nos llenamos de vacuidad. El hueco es pura levadura, masa fermentante. La felicidad, en la vida humana, no tiene que ver con la matemática. Las personas componemos un subconjunto imperceptible al espacio exterior. Formamos parte de un conjunto perfecto, razonable, sometido al imperio de la ciencia. Pero las intersecciones no unen, separan. Precisamente el amor desacredita que la vida real se mida matemáticamente. El amor es física y química, algo traducible, pero no logramos entender el alfabeto mediante el que se expresa. Es decir, forma parte de la vida pero no es la vida. A pesar de que nos constituye decisivamente. La ciencia son los primeros auxilios de la metafísica y, aunque no nos ofrezca todas las respuestas, fuera de ella poco tenemos.
Al final, como no comprendemos que el universo sea inabarcablemente finito, mucha gente se da al Ribera, que no al helado feliz y flemático del principio. La enología ha hecho de los borrachuzos científicos en potencia. Son los únicos investigadores disiplinados, ya que los profesores universitarios se dedican a ‘vivir’, sin olvidar la falta de responsabilidad que supone desatender sus funciones. La endogamia huye de la lupa porque los que la practican podrían ser vigilados. Una verdad cien veces ignorada se convierte en mentira.
Nos inventamos carreras universitarias que sirven lo mismo para un roto que para un descosido. Que dotan de magia, fantasía e ilusión a la cosa más pedregosa. La ribera del Duero es algo más que un huerto cercado en torno a un río. Las razones económicas la han exportado como fuente de salud. No sé si en honor a Dioniso. También hay quien se licencia en la barra de un bar. Bueno o malo, es lo que hay. El sentimiento vitriólico de la novela picaresca se está avinagrando a base de tragos de cruda realidad -la ‘fiel representación de las cosas vulgares’-. El siglo diecisiete más el diecinueve dan el veintiuno. Pero de la época clásica de Baco no nos quedamos con todo. Ya no hay arquitectura ni escultura urbanas, todo se construye y desmonta “al ritmo sincopado del mercado”, como canta Ariel Rot. A falta de edificios bellos y prácticos tenemos intereses inmobiliarios, el negocio de la vivienda. El prefacio de nuestros días lo escribió la generación de los cincuenta. De tales uniones, la reflexión amarga se abisma contra el suelo de las tabernas. El desafío estilístico no se da en las columnas de los diarios, sino en las botellas compartidas a ciertas horas de la noche o del mediodía.
La felicidad es una entelequia que se entiende mejor desde la abstracción, como sucede con el arte moderno. La felicidad se asimila con el paso del tiempo y las lecturas educadas. También es cierto que la felicidad se cura conforme pasa la edad, cuando los vagones de la resignación llegan a todas las estaciones y la nostalgia mira por la ventanilla. Si tenemos alguna noción de ella, es cuando quedan pocas ganas de disfrutarla debido a que todas las guerras están perdidas. Pero esto no es óbice para buscar motivos de beatitud humana e irreverente. La felicidad, como la buena suerte, es un actitud. Igual que el sabio no porta un corno francés como si fuera un Merlín académico, el feliz no lleva en torno a su cabeza un aura tipo Virgen María. Así que al feliz lo más que le podemos sacar es una sonrisa o un sarcasmo.
El feliz, igual que el positivo, no está contento. Porta un arma de defensa, un escudo, una chapa protectora, un cielo en sus manos. La felicidad es un estado de ánimo consistente en saberse conformar, no en ser conformista. La felicidad consciente es un mecanismo de defensa que se activa cuando la parte mala del pesimismo se extiende como un cáncer y lo contamina todo. Por los ríos nuestros de cada día corren aguas fecales, estancadas, que contradicen aquello que los presocráticos nos enseñaron de ‘nunca te bañarás en la misma agua’.
Fernando Arrabal aspira a la santidad. Las personas sienten tentaciones carnales y espirituales. Pero yo creía que las mediciones del tiempo eran seculares, que los meses no eran creyentes y que las estaciones desconocían el rosario. Pues no, de repente, algún Papa debió de canonizar unos cuantos días a escondidas hasta que fueron siete y fundaron una semana. Y ahí la tenemos, santa. Aprovechemos las tarifas bajas y tomemos el primer vuelo al Támesis, conozcamos más allá de nuestras retinas polvorientas, escapemos del acorralamiento de la definición. Hará frío, pero no es lo mismo que te llueva en la llanura diaria de nuestras desilusiones que frente al Parlamento inglés.
A monseñor Blázquez le dan igual las líneas de vuelo baratas porque imagino estará tan familiarizado a los vuelos privados como a las hostias. Le gusta el diálogo y la paz social. Su parroquia anda encerando las tallas. Que de eso sí tenemos por estos pagos. Hasta que la carcoma actúe y deje la madera como la piedra rota y desmembrada de esas ermitas e iglesias que mueren diseminadas a cielo descubierto por la región -Santamaría en Molpeceres, san Martín en Curiel, santa María en Palazuelos, san Esteban en Peñafiel, etcétera-.