La materia de los sueños

24 de octubre de 05


Después del botellón arrojado por las fiestas verbeneras y pueblerinas de la virgen, la cultura toma el pulso a la villa. La quincuagésima edición de la Seminci supone unas bodas de oro entre el séptimo arte y la ciudad, un casamiento por el juzgado, lejos ya de aquellas proyecciones con moho de ‘valores humanos’ al modo del antiguo régimen. Como en todos los otoños, es hora de llenarse los bolsillos de pantalones y cazadoras con entradas de morado pálido, amarillo desmayado y rojo oscuro.

En este festival el cine con mayúsculas es protagonista, deja el arrincono al que se le somete en pequeñas salas el resto del año; el cine recobra su sentido primigenio: nadie escribió guiones o se situó detrás de una cámara para hacer de bufón. Veremos, pues, cine estético en sentido amplio, no como objeto inservible, sino como explosivo difícil de desactivar; ese cine que gusta a Michael Haneke, “que, de algún modo, desestabiliza”; aquél que aborda cuestiones difíciles de soportar; el único que merece la pena; el “terrible pero indispensable”, como adjetiva Juliette Binoche. Metros de película gastados justificadamente; que cuentan algo, al fin y al cabo.

Para pantallas planas en sentido estricto ya está la nueva televisión. El cine merecedor de ser considerado por los espectadores posee relieve. El acto de escribir y reflexionar al hilo de actividades asociadas con la creación perdería sustrato en el caso de que su punto de partida fuera el solo entretenimiento. Detrás de un título lo que hay es pensamiento. Y ningún autor reflexiona por entretener, y menos en público, sino para mover conciencias. En mayor o en menor hondura. Otra cosa es que se cuide la presentación y, de paso, los productos sean agradables a la vista y al tacto; e, incluso, hasta el sufrimiento provoque un raro placer.
Quien critica que a la Seminci le falta glamur debe de ser gente que echa en falta ciclos de calidad inferior, simplemente. A primeros de la Semana pasada, Fernando Lara se encargó de ironizar sobre aquellos que hablan sin fundamento: “‘Glamour’ es una de esas palabras que todo el mundo emplea sin saber muy bien lo que quiere decir con ellas”. Glamur, ese “encanto sensual que fascina”, es una palabra que no cabe en cualquier boca.

Para redimirnos de tanta tontería vacía con adornos cuché, veremos lo último de Costa Gavras o de Campanella. Amén de otros títulos demasiado consistentes para los detentadores del traído glamur -¡qué patrimonialización constante y caprichosa del léxico hacen algunos!- El arte debe sublimar la apariencia, pero también estar ‘mojado’, como preconizaba Gabriel Celaya en beneficio del interés general. Una cosa y otra son compatibles y no manchan el arte, lo hacen más grande. Es más, “la obligación del cine y la cultura es denunciar al poder” -Mercedes Sampietro-. El análisis social debe reposar sobre las cabezas que gobiernan la creación de un país. Un arte que no se implica se queda en meros fuegos de artificio, sería cobarde. Y el arte nunca es cobarde. Celaya lo maldecía “como un lujo cultural de los neutrales”, descreía de la poesía del que no toma partido, “partido hasta mancharse”.

Afortunadamente, el patrimonio ético de Lara no se va a dilapidar. No faltarán películas –concursables y no- que ayuden a explicar el mundo, que de eso se trata al fin y al cabo. Por las columnas calderonianas de la anterior edición desfiló nuevamente la actualidad y, con ella: Oriente Medio, la RDA alemana, los Balcanes, Irak, Argentina, Irlanda, la Guerra Civil española, Mauthausen y el nazismo, Cuba y Latinoamérica. Visiones independientes, ajenas al discurso único; miradas diferentes de lo que sea, pongamos, de un edificio. Hilos de una madeja que ayudan a explicar por qué Goya “no habría sobrevivido al siglo XXI”, tal y como reflexiona Milos Forman. Visionamos acercamientos a la corrupción de una política que mantiene “relaciones incestuosas con las multinacionales”. Así lo transmitió Johnatann Demme. Y que cada palo aguante su vela: “Los medios de comunicación se han convertido en un instrumento complaciente, indolente, en manos del poder”. Hace bien en manifestarlo: ¿de qué sirve la proyección pública si no es para despertar reflexión y dejar de ser cómplice de las pinturas negras de nuestras noches?

Normalmente, las mayores profundidades están en la sencillez, porque capta la esencia de las cosas. El espectador sabe que una historia puede requerir un tratamiento u otro, según la complejidad o las motivaciones de su autor. No hay películas lentas, hay concurrencia lenta. Las descripciones resultarán más o menos minuciosas en función de la mirada de quien las recibe. Una película a veces no es aburrida, sino que necesita de espectadores más avezados. El ritmo o la meticulosidad no afectan a la sencillez y, nunca, a la calidad o al terminado de un filme. Si Theo Angelopoulos o Manuel de Oliveira parecen lentos es que no se ha abierto la cabeza al suficiente cine; o es que la ausencia de efectos especiales no apaga la ansiedad general.

Uno y otro no son aburridos: son densos. Y son cimas. La calidad no tiene que ver con la duración ni con los vuelos de cámara. Un ejemplo plástico: Dostoiesky, Dumas, Chéjov, no son autores menores ni poco dominadores de la técnica narrativa. Todo lo contrario. Tampoco son aburridos porque sus descripciones se alarguen setecientas páginas. Serán, en todo caso, poco comerciales. Muchas veces el propio espectador debería dar un salto de calidad y ponerse él en cuestión. Y, de vez en cuando, como equivocándose, dejarse caer por los Casablanca y abandonar tanta palomita de gran superficie, que a veces uno no sabe si van a merendar y ver un ‘spot’ comercial de 90 minutos o a otras cosas. El cine son esas otras cosas -también es cierto, a veces se confunde con importaciones guays-.

El cine es un salón de espejos en los que lo poliédrico converge con el plano fijo. El tiro de cámara, si es efectivo, mata más que cualquier revólver comprado en un zoco yanqui. Las salas de cine son palacios de congresos que albergan reuniones en ocasiones más interesantes y necesarias que las habidas en los plenos del Ayuntamiento. Y las pantallas tratan temas más decisivos que la próxima ley orgánica que lea el boe.

La Seminci no ha perdido valor subversivo. Es para felicitarse. Los sueños, cuando están en 35 milímetros, sueños son. Calderón no vio muchas películas pero conocía que, para Orson Welles, el cine estaba hecho de esta materia. Cuando Georges Melié se levantó de la cama una medianoche mirando la luna no fue por azar. El cine es uno de los artefactos más perfectos para ejercer la notaría y la crítica social –en ocasiones, inapreciables para el mirón medio-.

En unos años, junto a las enciclopedias de los historiadores –los de verdad, no los revisionistas nostálgicos- y las hemerotecas de los diarios, se tendrán que visionar los metrajes de ciertas películas para buscar explicación a fenómenos y comportamientos surgidos en ese futuro o acontecidos tiempo atrás. Al fin y al cabo, el arte siempre ha sido producto del periodo histórico al que ha correspondido. Y el cine es arte. El séptimo. Es lo que nos hace ponernos esos antihigiénicos cascos –ya, de la familia- que hallamos en los respaldos de las butacas cuando hay versión original.

En el cine los milímetros no son de trazo grueso; al revés, de fino. El cine es un espejo pintado, según Ettore Scola. En cada edición semincinera hay un huequito para la soledad de los sueños, para homenajes idealistas a personas utópicas, como era el caso del mismo Welles. Nos deja Lara, entra Frugone. Quizás los sueños son la materialización de lo imposible en su camino hacia la verdad. La verdad no la alcanzaremos pero sigamos caminando mil semincis más.

En los días previos a la cincuenta Semana Internacional se ha echado a dormir el sueño eterno a lo Bogart ese examinador de las interpretaciones, ese enorme crítico de teatro y cronista de nuestros conservadores días políticos. Se va con la lengua intacta gracias a no habérsela mordido jamás –salvo con una pistola franquista en la sien-. Salud, Eduardo Haro Tecglen, y gracias por tantos años de servicio. Que la Bacall te acune. Y que la Seminci tampoco se muerda la lengua en lo suyo y nos siga besando con los labios rojos de siempre. Aunque por la boca mueran los peces en el río. Pero eso es otro villancico.