15 de enero de 04
Se constata el oscurecimiento global. El primer, y casi único, estudio realizado al respecto exhala que de 1960 a 1985 la luz solar descendió un 10% En los ochenta ya existían pruebas incontestables de que la Tierra padecía un cambio climático, pero los expertos encontraban exagerados los datos del descenso de luz para creerlos. “Science” los concede ahora credibilidad, relacionando los datos de evaporación del agua con los registros de esa opacidad. Casi veinte años más tarde, el hallazgo alcanza el conocimiento de todos. “The Guardian” revela que cerca del Polo Norte la contaminación acumulada, durante el ciclo estudiado, redujo hasta un 20% la luz natural.
No es azaroso que la luminidad se intensifique en picado. La ciencia es una notaría que firma lo que todos sospechábamos: la cabeza política internacional no se toma en serio lo que excede el mercado. La atmósfera se cruza de brazos e intenta impedir la entrada de los rayos solares. En la retaguardia, la polución: partículas y residuos de componentes químicos. Sulfatos y pecados políticos, forman un cordón impenetrable; las costas pierden centímetros a paso lento pero seguro y, en un futuro a muy largo plazo, algunas islas y playas dejarán de existir.
Como estos días el cielo no puede esperar, habla por los codos. A la vez que dice cómo disminuye la luz, hace volar presuntas bolas de fuego por la geografía. Puede que sean desechos de realidad o metáforas de ilusiones prácticas. Meteoros fruto del hastío o de la confusión. Lo cierto es que la fricción de la materia con las moléculas del aire atmosférico produce su incineración -todo rima con lo mortuorio-. No obstante, pudieron ser brújulas de Oriente, estrellas fugaces en previsión de la noche del seis de enero. Pero, como las conclusiones son libres, Jiménez Losantos analiza que fue el programa del PSOE, “que ha estallado”.
La lejanía del fuego, la luz y el calor produciría unos efectos letales que ya se intuyen en la ausencia de gusto cotidiana. Falta Sol y sobra mezquindad. Nos dicen que se apaga la luz por culpa de la contaminación y la gente no toma las calles. Si acaso, una copa para celebrarlo. ¡Qué efecto lumínico de luces y sombras! También se pasa de morir en una gota fría a hacerlo por causa de una ola de calor. “Luces entre sombras de la clara oscuridad”, que canta Aute.
Ya esgrimía el genial Vázquez Montalbán, cuando algún colega le recordaba que había caído el muro: “Dejadme que apague la luz”. Como el final de su vida fue de ficción, no sabemos si en aquel aeropuerto de Bangok le dio tiempo a apagar la luz o si dejó, intencionadamente, pabilos que alumbren las penumbras cotidianas con versos embebidos.
Sobre el papel, Castilla y León tiene muchas horas de luz -de qué calidad es otra cosa-, pero desprecia la energía solar, esplendorosa y limpia, ella, como la Gramática de Nebrija. Últimamente, irreconocible a causa de la elocuencia celeste, esta comunidad ha contradicho el pensamiento general de que en Castilla y León nunca pasa nada. El rastro de fuego dejado en Renedo de Valderaduey debieran ser lascas que avivaran el espíritu mesetario. Una luz, ésta, sideral, se dejó ver por Palencia y León. No hemos salido en las primeras de nacional -Teruel nos rivaliza- porque la incandescencia fue vista de norte a sur, pero un meteorito cayó. Un meteorito es lo que pudo acabar con los dinosaurios. Cuando menos se piense, también se extinguirá esa otra especie animal llamada humana. Caen, teóricamente al ritmo de uno cada 100 millones de años, pero, como estamos empeñados en adelantar, priorizar, maximizar, economizar, amortizar, el proceso de la Historia, lo más seguro es que esa frecuencia tenga acortada la esperanza de vida. Son los (d)efectos del sistema. Antes de llover, chispea. Salgan con casco a la calle.
En ese brindis al sol que fue la Cumbre de Kioto -EE UU no suscribe ni el Tribunal Penal Internacional ni el futuro de sus generaciones-, científicos provenientes de todos los países del mundo precavieron unánimemente de que el aumento de las temperaturas existía y que ese peligro nada tenía que ver con la evolución natural de la Tierra, sino con la mano del hombre. Bill Clinton, hace un mes escaso habló que podía ser incluso tarde para salvar la salud ambiental: “El daño puede ser irreparable”.
Toda enciclopedia de poesía o literatura debe comenzar y terminar por la ele, para situar donde corresponde la luz -que es la inspiración, la precisión, lo más aproximado a la verdad, las ideas, la vida-. La importancia de la luz es como la de llamarse Ernesto: permite dar solución de continuidad a la duración de las cosas, sorteando el enredo de la poligamia entre el nombre propio y la honestidad. Óscar Wilde dijo: “Me gusta escucharme a mí mismo. Es uno de mis mayores placeres”. W. Bush lo oyó y se cree culto por practicarlo autodidacta.
A finales de 1953, RNE dio la noticia de que Valladolid llevaba noviembre y diciembre presa de las nubes. En realidad fue mucho más tiempo de calígine, pero las “brumas” perpetuas del franquismo se cebaron en la década de los 50. El siguiente decenio no fue mejor: Carmen Laforet describió la España de los sesenta a J. Sender como un clima de nieblas, “de lluvias constantes y hollín”. En el franquismo hubo mes y medio sin sol que ver, y, en democracia, el PP acumula legislaturas en la Junta. En 16 años, prácticamente, lo único que ha crecido es la despoblación. El aliento y la ilusión pasan por un rayo febril que cruce las persianas de la mala terquedad, por un rayo que deje malherida la atmósfera para siempre, por la leve sugerencia de un relámpago que sentencie el cielo de Varsovia en Valladolid.
No recuperados de la merma de luz y la pérdida de inteligencia, al día siguiente, las páginas de “El Mundo” se abrían a un informe que 14 expertos habían publicado en “Nature”: “Un 37% de las especies podría extinguirse por el cambio climático antes de 2050 (...) El aumento de las temperaturas ya ha producido transformaciones en la fauna y, aun cumpliendo los protocolos internacionales, difícilmente se podría bajar del 20% de pérdidas”. No cabe el radicalismo porque vamos por el buen camino. En la página siguiente, la afamada científica Lynn Margulis nos consolaba del todo: “El destino del ser humano es la extinción”. Menos mal. No sería extraño que se sorprendieran, una mañana, clamando: “¡Luz, más luz!”, como dijo Goethe mientras moría.