3 de noviembre de 06
Nunca una Espiga conservadora había gustado tanto en un festival tenido por progresista. “Goran Paskaljevic”, se oyó en el a menudo mal sonorizado Salón de los Espejos. Escuchar el nombre del bosnio permitió el alivio: su cinta era una de las dos o tres, sobre quince, merecedoras del primer premio, un plantel pobre fruto, entre otras cosas, de la seminueva política del festival: huir de la apuesta segura en beneficio de la arriesgada.
Paskaljevic, quien explicara los cometidos de un vigilante de playa en invierno hace ya algunos años en los cines de García Morato -mientras al Calderón le arrebataban la piscina de agua y, con ella, su buena acústica- se ha convertido en un juez de paz ajeno a litigios y favorable a mantener la fiesta en calma.
¿Por qué esa manía de renovar lo que marcha adecuadamente? Una cosa es que no siempre granice a gusto de todos, algo normal y hasta cierto punto deseable, y otra que sólo salgan chuzos por la boca de los semanistas. Reflexión. La quincuagésima Semana Internacional de Cine la han salvado los ciclos de fondo –esas monografías de turno, ese tiempo de Historia-. Ellos mantuvieron el respirador en la boca del paciente los últimos días, cuando al espectador la paciencia se le derramaba por el lacrimal y bajaba por la mejilla en busca de labios rojo seminci. Es justo observar que un festival –éste- no se compone de quince o veinte películas, sino de un centenar y medio: sería injusto no valorar el nivel de las proyecciones exhibidas fuera de la Sección Oficial.
Lo ideal -y lo difícil- es seguir redescubriendo edición a edición la fórmula exacta, la pócima que ha permitido durante tanto tiempo compatibilizar el trampolín y el podio. La cinta que podría ser con la que es, la hipótesis con la certeza. Lara demostró que la cuadratura del círculo se podía realizar. En cualquier caso, en un certamen con la solera y el prestigio del de Valladolid, el único criterio válido ha de ser el regido por la calidad. Y en segundo término, contemplar la apuesta.
Para los novatos -con películas a las que, incluso, les falta distribuidora- la misma exhibición de sus metrajes debería ser reconocimiento suficiente. Y para mayores palmaditas de apoyo estaría el premio Pilar Miró: la Espiga no debe, no debería poder, acabar en matíasbizes. El palmarés del año pasado constituyó una falta de respeto. Más, cuando competían Haneke, Von Trier y otros cuantos –autores menos afamados pero con títulos igual de poderosos-, por lo visto, en desigualdad de condiciones. Todos, figurantes, a las órdenes del director de la peor película con diferencia.
Berlín, Cannes y Venecia acaparando lo más interesante, si no hay dinero para asegurarse algún estreno internacional, habrá que intentar retener, al menos, alguno nacional -sabiendo que preestrenar, de acuerdo, tampoco es la función-. A la Semana cabe asociar nombres de prestigio, directores que, bien a gusto, han escogido Valladolid para que sus películas penetrasen como un virus en España: Ken Loach, Costa Gavras, Ang Lee, los Dardenne, el mismo Paskaljevic. Éstos, tan sólo, algunos de los últimos años.
Volviendo a la actualidad, es difícil imaginar una cosecha tan mala que justifique la sección a concurso de este año: ha habido voluntariedad, premeditación, a la hora de hacer otro festival. Y el resultado es el que ha sido: anecdótico y cargado de buenas intenciones. Puestos a modificar, en vez de espigas, que se otorguen pajas, cereales desgranados. Como purititas excentricidades deben calificarse la apertura –animación-, el cierre –documental sobre fútbol- y algún ciclo –como el dedicado a videojuegos-. Errores perdonables si la Sección Oficial hubiese sido lo que era. Pero es que, tampoco.
De mantenerse, la dilapidación del caudal adquirido será como la de ese Charles Foster Kane al que le sobraba el dinero. Pero pasa que los cerca de dos millones presupuestarios no son la herencia que a él le permitía malgastar anualmente un millón de dólares -y del cuarenta y uno-. Él necesitaba sesenta años para arruinarse; nosotros, dos. Un crítico veterano y, por lo común, de opinión moderada, llegó a afirmar por las ondas que el pateo –más aplauso burlesco- a El ciclo Dreyer debería haberlo recibido el director del festival que es, al fin y al cabo, quien escoge y tiene que responder ante la deficiente selección de este año.
Los principios teológicos de la Seminci deben empezar y acabar en el cine entendido como arte, a la busca de estéticas con mensaje, paisajes internos expresión de externos. Cine semilla de cine robusto. Cine ajeno a aquél que va directamente, según el gran Ángel Fernández Santos a “los vertederos de chatarra audiovisual que hay agolpada debajo de la crónica de este tiempo”. Cine con recorrido.
Por, otra parte, habría que abandonar toda tentación de descubrir talentos, en beneficio de los concursos malos de televisión, de los grandes hermanos disfrazados de canción ligera o de lo que sea. Juan Carlos Frugone no es un cazafantasmas, como esos ojeadores del fútbol profesional. No es su cometido, que uno sepa.
Y ya que no trabaja como entrenador, siguiendo con el símil futbolístico, la clave tampoco habrá nadie de buscarla fuera –cambiando el técnico-, sino dentro, con autocrítica. El director ha demostrado capacidad intelectual suficiente para mantenerse, de desear sería, muchos años al frente del festival; festival al que hay que acunar como lo que es: un bebé de cincuenta y un años. Y que cumpla muchos más
Cuando el mayor patrimonio es la tradición, renovar se presenta como una opción peligrosa. La tentación de añadir un sello personal debería estar supeditada al interés de lo estampado. Los experimentos con gaseosa. Si no, directores debutantes: pidan el teléfono de Frugone y les hará un hueco por la simple virtud de estar empezando.
Dedicar los próximos años seminceros a óperas prima –o casi- es una apuesta más que arriesgada: igual que puede acabar en desastre, nunca garantizará el éxito absoluto. En un oscuro punto intermedio, ahí, nos moveríamos. Hacer de la búsqueda del director novel o anónimo la insignia, no tiene ningún mérito y arrasa lo heredado. Podría convertirse en un error trágico. Insistir en una fórmula que suscita el desprecio tanto de las críticas provincial, regional y nacional en radio, prensa y televisión como del público sólo redundaría en un festival de provincia, internacional sólo en el nombre, y, habida cuenta de la competencia creciente, su desaparición. Prevengamos para no curar. Permitamos que el azahar, siempre mejor que el azar, decida el imprevisible transcurrir de las cosas.