4 de enero de 06
Los fines de año son dados a la estadística y al recuento. En este diciembre de 2005 sabemos que más de la mitad de municipios en la provincia de Valladolid ha perdido población durante el último año. Ciento treinta localidades, incluida la regidora, han sufrido un descenso demográfico que no lo paran ni las regularizaciones a lo bonzo, esas aperturas controladas de los diques del mar ingobernable. Que no interesamos ni a los inmigrantes que arriban la península en patera, vaya. Que el ‘efecto llamada’, de existir, es una especie desconocida en nuestro hábitat. Que aquí hay poco que rascar.
No es que se dividan solas las hogazas de fuego y las carpas de río, sino que no hemos pasado de la tabla del dos para poder multiplicar panes de higo y peces de ciudad. Tres ejemplos: en la capital, la población se ha reducido en 712 personas; en Medina del Campo, viven 178 menos; y 145 en Tudela de Duero, en donde, por cierto, hace cosa de dos semanas murió un chaval al caer desde un árbol mientras cogía piñas. Así que otro menos: 146. La Guardia Civil dijo haber iniciado una investigación para esclarecer las causas del fallecimiento. No es de extrañar que, habida cuenta de la precaria situación, hasta la Guardia Civil se dedique a velar por la demografía.
En Ávila, una de esas provincias rival de Teruel, Zamora o Soria, el porcentaje de pueblos que van alquilando la sábana y las cadenas para convertirse en fantasma asciende al 70%. Sólo 49 pueblos de 250, ni el 20%, superan los quinientos habitantes. Castilla y León padece una fuga de estómagos imparable: a la Comunidad no la repuebla ni una agrupación de voluntarios del Opus.
“Cuando de joven iba a Ávila me parecía Constantinopla, porque me parecía algo grande; cosa que no pasaba cuando iba a Madrid”. Lo rememora, redundante y todo, Jiménez Lozano, un escritor al que da más gusto escuchar hablar que leer escribir. Y entendemos lo que dice: a cierra ojos las murallas contienen una vida primigenia. Bien, pues con solera o sin ella, cuando alguien se deja caer por estas tierras del diablo, salta la noticia; cuando la migración nos mira, en vez de mirarla nosotros, los periódicos recogen el hecho, ¡paren las rotativas! Es el caso de Agustín Ibarrola, un jubilado del País Vasco que se ha buscado albergue al menos para unos años en esa tierra pelada que responde al nombre de Castilla la Nuestra. En Muñogalindo, Ávila. Quiere conocer Constantinopla, estar cerca de ella. Prototipo de pueblo castellano, conviven 435 vecinos. Dieciséis menos de los que había hace cinco años, uno menos que el pasado. Y este hueco, precisamente, es el que va a cubrir.
Con Castilla y León pasa lo mismo que con un diario monárquico del que se comenta que, lector que se le muere, lector que pierde. Se gasta dinero en publicidad adolescente pero no tiene recambio generacional y, en todo caso, los jóvenes no leen. Pero, henos aquí sorprendidos: a Muñogalindo, a Ávila, le ha salido uno. Aunque sea de 75 años y con la vida resuelta. La muerte ha sido hasta ahora la primera causa de migración entre los propios; el castellano tampoco sobresale por lo emprendedor.
Ávila lleva veinte años siendo Patrimonio de la Humanidad, una condición que no ha podido derogar ni el PP con la reforma ciega de la plaza de Teresa. Le llegan mangas verdes, le llega un prófugo del nacionalismo vasco a esta constantinopla castellana. Ibarrola se afinca en Ávila, esa provincia. Creyente del 98, viaja a Castilla como sus antepasados peregrinaron literariamente por los campos nuestros de cada día.
Ibarrola es un señor que pinta árboles y que en estos momentos se dispone a teñir piedras. Como un escolar. También es un españolista acosado por serpientes y hachas. Afirma tener trabajo para años, y eso que obra a buen ritmo porque tiempo no le sobra. Se ha emboscado en un enjambre de veinte hectáreas para conseguir un museo sin paredes. Parecido al que tiene abierto en el norte. En busca de las claves de sol de su partitura, el otro día me acerqué con Alberto Prieto al bosque de Oma. Allí contemplamos las figuras dorsales que el artista debía de entender que sangraban los troncos. Hay que resolver que es un cachondo: huyendo a cuarenta minutos de Guernica, horas arriba, horas abajo; lo imaginas tomando el camino torcido durante meses hasta llegar al ‘lienzo’ y poder desembolsar los botes de pintura. Hace lo que le sale de los pinceles. Acaba de pedir litros y litros de titanlús a Sus Majestades los Reyes para redefinir el alrededor abulense. Así que es de imaginar lo que tiene pensado para estos lares. Ayer cambió la resina por el disolvente de la pintura; hoy sustituirá la sustancia mineral de las piedras. En un bosque de encinas a unos veinte kilómetros de la capital.
Que nadie que haya oído hablar de su plan –últimamente todo el mundo tiene uno- tema por la muralla. Lo de ir pintando las piedras que salgan a su paso tiene que ver con pedrolos situados a las afueras. A Ibarrola le gusta el camino más largo y hacer que se pierdan los visitantes de sus exposiciones permanentes. Puede resultar chocante que el tablero natural donde juega -el proyecto en su conjunto, quiero decir- cueste seis millones. Y es que hay mucha labor por hacer y que pagar: que si un castin de minerales, que si contratos de extras arbóreos y avecillas que canten al albor, que si comprar un hacha para cortar la madera que, una vez clavada y en forma de flecha, sirva de señal campestre de tráfico. Total, que para juntar tanto euro se ha hecho necesaria la participación de entidades vascas, instituciones abulenses y la propia Junta. La ‘intervención paisajística’ consistirá en “un bosque de Oma a la castellana”. Esperamos haya programas para que el visitante se ubique mejor. El ‘complejo’ estará listo en un par de años.
Este hombre tratará de interpretar lo que las piedras quieren decir; no las emborronará. Su respeto por la naturaleza le devuelve a la izquierda política en la que militó. Cuando Ibarrola tumbe sobre la camilla al paisaje castellano, reverdecerá el pasado marxista que posee en las arrugas de su frente. Vestirá gafas de Freud un día sí y otro, no. A ver si se gana al paisaje y sus cantos. En los cincuenta ya se exilió a París, por riesgo a ser lapidado. Lo podemos imaginar tomando algo en el café Libertad. De vuelta, en los sesenta, sus actividades comunistas le condujeron al centro penitenciario de Burgos.
Ibarrola es un vasco comunista de los antiguos, esto es, un patriota. De aquellos rojos. Pero es que el patriotismo cayó en desgracia a partir de ‘la guerra de papá’. Pasó a manos de verdugos. Los de ahora defienden el federalismo por aquí y por allá. Después de cuarenta años a la sombra más el subsiguiente desarrollo, esa pasión por la patria dejó de tener sentido. Los que después sacaron la banderita ya no eran chovinistas traídos de plazas de concordia, sino bebedores de rancia autarquía en vaso de tubo; a quien le hace daño que el himno de Riego suene en los campos de tenis australianos no busca con su ‘chunda chunda’ exportar ninguna igualdad, son semen imperialista en probetas de cristal rayado. El caso es que Ibarrola es reincidente, tropieza con sus ideales sin pasar por la peluquería. No se reconoce cuando se mira al espejo cada mañana para calarse las lentes y mesarse el cabello despeinado por las pesadillas nocturnas. “¿Quién ése que me oserva?”, se pregunta con bufanda y brocha en mano antes de salir a pintarrajear helechos.
Vasco no nacionalista, Ibarrola es un señor con bigote, como Baroja cuando no se afeitaba durante unos cuantos días seguidos. Al final de sus días vuelve a cerrar el círculo de sus defectos y virtudes sin actualizar. Como buen republicano, Ibarrola se exila. Vuelve a hacerlo. Curioso hombre éste. Marcha a España, a esa porción de península que no es más que, por mucho que diga en contra la Constitución, el espíritu que une a las comunidades más pobres del feudo.
Su expresionismo, para el que se ha servido incluso de traviesas de ferrocarril, amplía la tradición plástica y muralista del arte patrio. Quiere luchar contra la pintura; ya no por la libertad. Dejó muchas láminas a medio terminar en la guardería y ahora se desquita. Ello no le quita mérito, quizás lo añade. Plagia fórmulas de éxito: de pequeño labraba corazones cruzados por flechas y nombres sinuosos en la madera de los robles; de mayor, los colorea de rojo. Sangra formas, se apodera de la voluntad del granito; viste chapelas, pantalones de pana y jerseis de lana. Hace bien, va a necesitar abrigo en la fría Ávila.