24 de noviembre de 06
La recién dictada pena de muerte contra Sadam Husein, ese recurso antidemocrático y contra Derecho, por muchos tribunales especiales que la avalen, es, de momento, la última de las consecuencias deplorables nacidas de la invasión a Irak. El presumible ajusticiamiento al, hasta hace nada, presidente iraquí transmite un sentido de la justicia poco ejemplar. Bien es cierto que el ¿cerebro? de las fuerzas regentes de ocupación había firmado ya más de ciento cincuenta penas capitales en Texas antes de okupar Washington. Con afán liberal y democrático, imaginamos. En territorio iraquí, W. Bush se propuso esquilmar el oro negro y, como efecto colateral, “democratizar” lo que saliera al paso. Dentro de poco, será el asesinato a Husein lo que confirme la bendita normalidad: quizás el premio Cervantes Carlos Fuentes subestimara al cowboy cuando lo llamó burro, cretino e ignorante. Todo marcha bien: algunos medios de comunicación españoles hace meses, si no años, que no informan sobre los atentados diarios que allí se perpetran. Lo que nadie se explica, entonces, es por qué a la luz del informe de Transparency Internacional, una organización dedicada a la lucha contra el fraude radicada en Berlín, Irak se ha convertido en el país –junto con Haití- más corrupto del mundo, descendiendo quince puestos respecto a su posición anterior.
La Unión Europea está en contra de penas y de muertes: la presidencia finlandesa de turno lo ha recordado en nombre de los Veinticinco. Pero permanece, qué va a hacer, de convidada de piedra, como un personaje de Zorrilla. Codo con codo con el impresentable paraguas podrido, otanizado y no intervencionista de la Onu: oficialmente en contra de la ejecución, pero prestando cobijo a la sentencia que la dicta. Instituciones regaliz. Como el Consejo de Seguridad pasado por el sobaco negro de Condolezza. Desde el comienzo, en el proceso se ha contravenido flagrante y constantemente toda garantía mínima, ha estado plagado de irregularidades, lo que nos recuerda que en el primer mundo –desde donde se tutela el tercero, no caigamos del nido- estamos hechos de tendones, músculos, huesos, sangre, agua y mierda. En el transcurso de las comparecencias tres jueces han sido reemplazados y, por haber, ha habido hasta once muertos relacionados con el caso -incluidos tres abogados defensores-. Lo expresa justamente Noam Chomsky: “Naciones Unidas es relevante cuando sigue las órdenes de Estados Unidos, pero irrelevante cuando no”. La última prueba, anteayer, cuando chafó la resolución contra el terrorismo practicado por Israel.
Reino Unido, socialdemócrata liberal, cuarta vía del pensamiento único, transmite por boca de su representante máxima en Exteriores que el dictamen ha sido la expresión “soberana” de un país como Irak. ¿Habría opinado igual Robin Cook? El fallecido parlamentario, que intentara aportar una “dimensión ética” a la política exterior británica, naufragó en la ciénaga. Respecto a lo de “país soberano”, ¿de qué país se trata? La decisión judicial ha pertenecido parcialmente al pueblo iraquí; los poderes judicial y ejecutivo no los ostenta ni en pintura. En Afganistán e Irak sólo hay karzais y hombres de paja, elecciones vigiladas. Para ver “país soberano” hay que subir las montañas de Tora Bora. Lo demás, soberano a medias. A leotardos. A calcetines de invierno.
Las comparaciones son más y más odiosas cuanto peor se mezcla la oficialidad de las formas de Estado. La naturaleza democrática de algunos países tenidos por estandarte deja mucho que desear. En el difícilmente analizable territorio arábigo, Irak era un país laico; ahora se encuentra dominado por radicales que mezclan el opio del pueblo con la política. Poquito antes de que la Guardia Republicana se revelase incompetente en la batalla, Naciones Unidas había felicitado al país por su esfuerzo en el desarrollo social; hoy sigue sin llegar la luz ni el agua a todo el territorio. La guerra no reportaba nada bueno, ¿alguien lo dudó? Ni para los pacifistas ni para los rambitos, ni para los invadidos ni para los invasores, ni para los parias de la tierra ni para los machos dominantes: Rumsfeld se va contento, sabe que nadie lo va a juzgar. A vivir de las rentas, como el Dioni. Pero se jubila antes de tiempo. Él pertenece a esa estirpe tacherizada de servidores abnegados capitalistas de la patria, como Pinochet. El hijo de Bush también se irá, también a la fuerza y, también, le dará lo mismo. Las vacaciones pagadas han terminado. Para su querido partido, en cambio, la vida sigue, mas sus potentados están a punto de desalojar los escaños del Congreso y del Senado con mueca descompuesta. El morbo circense de la ejecución no salvará a la derecha estadounidense del suicidio en las urnas. Curioso lo de los conservadores, para quienes tan importante es la vida unas veces, cuando no la hay –caso del aborto-, y tan prescindible en otras.
Entre la cultura compartida por los fundamentalistas terreros del kalashnikov y por los vaqueros del far west está la horca y la van a dar uso. Es ridículo pensar que contribuirá a pacificar la zona: el ex presidente sigue contando con nutridos segmentos de población afines a él, la violencia interétnica no cesará y los suníes lo elevarán a mártir. Derribar a un líder, reducirlo a la nada, siempre será mucho más impresionante que ver maniatado a un ladronzuelo de poca monta. Igual que ver caer al vacío las Torres Gemelas es distinto a comprobar cómo las excavadoras tiran la casquería de la esquina. Una imagen de Sadam yendo a que lo cuelguen es penosa. Como vergonzoso e impresentable habría de ser para los tutores del proceso de guerra –Casa Blanca y Downing Street- ceder a revanchismos atávicos el fallo de un tribunal compuesto ex profeso para condenar a muerte a ese hombre. Original manera de arrogarse competencias: atribuirlas al “pueblo iraquí”. Siempre y cuando el mazo del juez caiga sobre quien debe caer. Caballero Bonald, Premio Nacional de las Letras y Premio Nacional de Poesía, dedicó buena parte de su Manual de infractores para, además de analizar la huella que el paso del tiempo deja en las personas, disgustar a los bienpensantes –“gentes adiestradas en los arduos oficios de la majadería”- y a la invasión yanqui -“la ilegalidad de las verdades”, “el heroísmo del impostor”-. En su octogésimo cumpleaños se acaba de pronunciar con contundencia respecto de la condena: “Es una ignominia saciarse en la persona vencida. Desde que cayó el muro de Berlín todo va de mal en peor”.
Los delirios de grandeza de W. Bush pasaban porque el sheriff se convirtiera en un héroe homérico y llevar la invasión a un gran poema épico. La conquista de Troya por los griegos. Sin embargo lo que se acerca son unos Juegos Fúnebres como los referidos en el canto veintitrés de La Iliada. Esta vez, celebrados en honor a Sadam. Sobre los motivos que han llevado a inculparle, la excusa kurda se descubre desvergonzada. Según reza en el albarán, las armas químicas fueron vendidas por Washington para que las usara a discreción. Es de sobra popular que EEUU, seguramente el país que más resoluciones de la Onu incumple, también prestó apoyo logístico y militar a los talibán contra la Unión Soviética. Y, aunque las comparaciones son como son, habrá que añadir que ciento cuarenta personas gaseadas, hace veinticuatro años, no son tantas si utilizamos una vara de medir sin trucar: la que no atisba la justicia iraquí-estadounidense, argumentando que, claro, la mujer, con los ojitos tapados, no puede verlo todo. Y siempre serán menos que las ajusticiadas por W. Bush con su autógrafo. Hasta el ataque sobre Kuwait, Reagan había apoyado el uso de la fuerza contra los iraníes; la administración estadounidense dotó de medios a Sadam para fabricar armas nucleares y biológicas; en marzo de 1991 Cheney autorizó la matanza de shiíes “para estabilizar la zona”. Los crímenes no fueron tantos, sobre todo, cotejados con los de sus patrocinadores. Ahora castigan a la mascota por haber sido obediente con los amos.
Sin haber sido aclaradas muchas zonas oscuras del 11-S, cuya responsabilidad podría alcanzar a la cúpula política de Estados Unidos, el presidente imperial ha propiciado y amparado la muerte de decenas de miles de personas en las contiendas que se inventa para dar salida a su arsenal antes de que caduque. Ha matado tan indirectamente como su enemigo a muchísima más gente que él, fruto de una invasión de la que ya se ha contado todo. Por ejemplo, cuando sus bombarderos con la bandera de las barras y las estrellas tatuada en el lomo exportaban democracia a zambombazo limpio, atinando contra hospitales, disparando como escopetas de feria. O como cuando espolvoreaban uranio empobrecido en Yugoslavia.
¿No podía alguien haber previsto la posguerra, extendiendo un marco legal garantista, que desarrollara los derechos humanos? No convenía. Una de las maneras escogidas por la sociedad de clases para manifestarse en la democracia occidental insalubre de cada día ha sido este ridículo paripé. Asesinar a Sadam Husein. Un “importante logro” para don diablo -como le llama Chávez-. Qué fácil, hablar y disparar desde una habitación acorazada: él no será carne de ningún Tribunal Penal Internacional, tal como solicitó Harold Pinter en su discurso de agradecimiento del premio Nobel de Literatura. Blair, tampoco irá. Aznar, menos. Los autores intelectuales de la invasión están claros. Pero también a salvo. ¿Qué los exime de ser juzgados algo más que socialmente en las urnas? Los papeles están repartidos. Si te ha tocado el disfraz de malo, te aguantas.
Ante el tribunal de apelación, la defensa recurrirá sin esperanzas: todavía están a tiempo de ahorcarlo dos veces. Como último deseo, el reo pedirá, en vez de un cigarrillo, un pelotón de fusilamiento. Tampoco se lo concederán: si la edad no lo impide el año que viene, morirá indecorosamente -¿cuándo la muerte ha sido decorosa?- estrangulado.