29 de octubre de 06
Dicen los sicólogos encargados de estudiar el asunto que soñar con volar es una expresiones de placer más intensas que podemos sentir las personas. Quien más, quien menos, de una u otra forma, ha sobrevolado tejados poblacionales, copas frondosas de árbol todavía sin talar y se ha hecho amigo de las nubes. No hace falta quebrarse mucho la cabeza para entender que estos sueños expresan siempre algún tipo de felicidad y son metáfora de superación de obstáculos y/o de liberación.
Lo que podíamos no saber es que, estos vuelos en los que superamos en altitud al grajo friolero, hallan su origen en las sensaciones que de bebés tuvimos cuando un adulto nos alzaba con las manos. Esto me invita a pensar que muchos animales domésticos también soñarán de manera recurrente con elevarse y surcar los cielos, ya que extraño será el día en que sus ‘propietarios’ no los tomen en el regazo, bien para acunarlos, bien para cambiarlos de sillón. Siempre y cuando el tamaño y el peso lo permitan, claro. Así, los animales caseros, cuando se sientan amenazados y perseguidos mientras duermen –los hamsters, los peces y los pájaros por los gatos; algunos gatos y todos los conejos por los perros, etcétera-, resolverán de manera distinta la pesadilla: en vez de salir corriendo como los humanos, se limitarán a despegar como los aviones. Al modo en el que los gatos trepan por los árboles como keithrichards por las palmeras. Pero mediante una ascensión más evolucionada: cual ángeles almohadillados.
Sobrevolar la región es sobrevolar el páramo, la tierra yerma, yerta. Los campos, en definitiva, partidopopulares de Castilla. Algo, cuando menos, aburrido. Cantaba Sabina: “Algunas veces vuelo y otras veces me arrastro demasiado a ras de suelo”. Volar por Castilla supone precisamente esto último: arrastrarse por el suelo. Tan poéticos somos.
Si vamos al detalle, encontraremos su capital, Valladolid, rodeada de agujeros que poco a poco se van cosiendo e imaginaremos las trincheras. Los vallisoletanos, si nos damos cuenta en mitad de ronquidos y madrugada de que vamos a remontar el vuelo sin querer –o de que nos obligan a remontarlo-, tendremos la posibilidad de valorar destinos y, siempre con alas de cera, escoger donde caer.
Valladolid es un cuerpo de autopsia, la anatomía urbana de un campo lleno de cicatrices como cualquier barrio berlinés socavado por las bombas. Lo lleva siendo meses que parecen años. Pero ni somos Madrid ni nos van a dejar como si lo fuéramos -ni falta que hace, nos regalaron la capital de reino y la devolvimos-. Los accesos a la ciudad se complican, sus paseos principales resultan arrabalescos cementerios de automóviles –y más que serán- y en el centro hormigas gigantes coleccionan glebas. Lo mismo más de un votante, al cruzar Miguel Íscar se tuerce el tobillo y, el día de las elecciones,… quién sabe.
Si eleváramos las miras y, puestos, eligiéramos Castilla la Nuestra para movernos por sus aires y contemplar el erial, siendo como es el suelo la perfecta representación de nuestro inconsciente, sería un fallo perverso y pervertido. Fallo, entendido en toda su polisemia: ya hemos dicho que en lasnueveprovincias somos muy poéticos. En la Comunidad no hay tropiezos, de hecho, las últimas huellas se borraron hace mucho.
Pero como Castilla es un cascajo, un trasto viejo, que no aspira a estatuto porque sólo espira –y expira-, lo mismo alguien a bordo de un cuatrimotor se empotra contra la atalaya desvencijada, adormecida y dejada de la mano de algún dios griego en un pueblo pretérito y, el día de las elecciones,… Sería el equivalente a los choques de avionetas contra los rascacielos de Nueva York y, visualmente, una imagen –erre con lo literario- de lo más atractiva.