De colores

31 de marzo de 04

Hace más de cincuenta años que se publicó el extraordinario exordio del adjetivo que es “El cuaderno gris”. Un color que muy poco tiene que ver con lo que dentro cobija. Pla describió el adjetivo a base de usarlo. Luego hay otros libros más prosaicos: de cuentas, por ejemplo, como es el tradicional libro marrón de los empresarios, pensamiento liberal enragé. Una lectura paralela ofrece el anillado azul de Aznarín, como le bautizaron los placeres y los días.

Los haikus siempre se escriben sobre fondo amarillo, sea cual fuere la cubierta que adopten después. Resultan libros amarillos de docto verso mandarín. Escuadra y cartabón de los sentimientos. Luego vas a los jardines y no hay nada, esto es, ninguno: están todos en las bibliotecas y en las librerías. A los gatos, que son letrados, les gusta la poesía simbolista. Persiguen a los ratones porque éstos un día se pusieron colorados de biblioteca. Sabedores del efecto conseguido, días después tomaron unos cuantos ejemplares de Verlaine y Rilke -para los descansos de la guerra contra “los cepos gigantes del queso”- que no fueron devueltos. Según adujeron, no los habían sacado del edificio. Las ratas son así, mienten y luego no piden perdón.
Mirado desde otro ángulo, no está mal el contrapunto poético de lo literario bajo las alcantarillas. Un poco de belleza nunca está de más. Roldán, camino de Laos, en aquella salida precipitada a mitad de los noventa, encontró varios ejemplares de Rimbaud en las cloacas de Madrid.

No hay matiz, saturación ni brillo ni floridos pensiles fuera de la tabla rasa, porque la mala literatura -curioso oxímoron, la literatura nunca será mala, la seudoliteratura, en todo caso- ha invadido lo cotidiano. El color funcionario es como los libros de autoayuda. Frente al impávido caído del señor presidente y el marrón empresario, el rojo del “Libro de buen amor”, el amarillo versado, o el negro de pompas de mausoleo, incluso. Sin circunstancia. Opus 54.

Otra versión del color del Arcipreste de Hita estaba hasta hace poco en el noreste español. 'El llibre roig' se llamaba, y se llegó a escribir en esa lengua para no pagar derechos de autor a Mao. Cosas de creerse el cielo en la Tierra, cosas de Pujol.

Porque después de pasar por la estantería de casa o de donde sea, sales al asfalto y se produce la conversión: la nada adopta tonalidades y acaba en tecnicolor -se quiso hacer igual con el franquismo-. El libro rosa viene asentido por sonrisas verticales y el verde responde a Parlamento. La UE tiene un libro verde porque no gana para otro rojiazul, barrado y con estrellas. Pero ni ganas hay, tampoco, de salir de Viejos europeos.

Los colores ahí están, arracimados a disposición. Cada cual toma de la paleta el que quiere. Así nacen versos fuego Cernuda o la novela negra de la Christie. De colores se visten los campos. Unos más desfallecidos que otros, no más. Unos más páramo, otros más frondosos. Unos menos protegidos, otros más reforestados. Unos más de Castilla machadiana, otros no hace falta mentar.

En los tiempos que vuelan cualquiera tiene un Libro Blanco, la Asociación de Editores de Diarios Españoles tiene uno de la prensa diaria -y las ventas siguen “in descenso”-. La variante es el libro en blanco. La Junta de Castilla y León también hace uso del él, cuyo interior esperemos no a imagen y semejanza del blancor de su nombre. La decadencia, a modo de pista, se tiñe de oscuridad: el libro de los muertos tiene el negro clavado en la mirada. Con leves naranjas Nefertiti. Y no lo hay de reclamaciones. También sé de alguien a quien, cuando le quedaban dos “telediarios”, dejó de ver la televisión. El destino se maneja en la diplomacia: es unánime.

En el más acá hay tonalidades cerradas, escogidas. El azul celeste, por ir más lejos, está reservado al martirologio. Hacer uso de él no es sacrilegio. De otro azul eran las tapas del diario de Ana Frank. De un azul sonrojado al ver cómo Anita iba descubriendo en sus carnes la sexualidad. Y a modo de literatura del XXI, fundiendo la biografía con la novela, el diario íntimo con el ensayo. Qué adelantada, esta chica. Después de Amsterdam, el cuaderno azul de Aznar antes mentado no llega a libro. Es un dietario tipo Gescartera -Giménez Reina-.

Los libros y los colores siempre se han llevado bien. Así lo entendieron César Vallejo, Blas de Otero, José Hierro y etcétera. Los colores no son pigmentos arbitrarios. Aznar ha sacado el falangista que llevaba dentro en esta segunda legislatura imperial. Es cuando ha recordado los artículos anticonstitucionales que publicaba allá por La Rioja. El Partido Popular continúa sus apelaciones a la unidad de España -su unidad-, las tropas en el Irak ocupado y la creación de empleo -qué basura de empleo no especifica-. Llamazares prohibiría las ETT, sigue con su progresividad tributaria y aquel programa-programa-programa que otrora insultaron pinza; ataca “el márketing del ZP”. O sea, sin maquillajes uno y otro. Bien por ellos. El PSOE, por su parte, se dice de izquierdas en las siglas, pero, primero, despistó al personal con la promesa populista de bajar los impuestos y desde hace dos días defiende el déficit cero. Ya es de traca. ¿Que cara se les quedaría a Marín y Santesmases después oírlo? El responsable del área de Economía Jordi Sevilla ha reconocido que se han desviado de la izquierda. Explotó en un diario económico: “El programa de mi partido son rebajas para los ricos y recortes sociales para el resto”. Si recordamos, Zapatero no levanta cabeza desde el mismo día de su presentación en sociedad, cuando bajó al ruedo y dijo que el futuro pesoísta era “liberal profundamente libertario”. Casi tan irrisorio como cuando el curilla Bono dijo el verano pasado a EL MUNDO que su partido debiera caracterizarse en el siglo XXI por “un humanismo cristiano”. Para estos viajes no se necesitan alforjas, pensaría Pablo Iglesias, mientras ve cómo la izquierda pierde un partido, su partido.

En medio de la pérdida de color, la página en blanco está por escribir. Ánimo.