19 de mayo de 04
Introito: existe un adagio castellano que dice: “Cada uno cuenta la feria según le va en ella”. Esta Tribuna Libre piensa levantar acta de lo mejor de la trigesimoséptima Feria del Libro de Valladolid. Una Feria “sin presiones, con independencia, calidad y los mejores escritores”, como se despidió en la clausura Agustín García Simón -director del invento-. Y a fe que así ha sido. En semanas como ésta lo mejor es: a) dejar el trabajo; b) dejar el estudio. Toca la inaplazable tarea de la literatura.
Capítulo I: Enrique Vila Matas (1948). La Feria comienza con un terremoto, como le gustaba a Billy Wilder que comenzaran las películas. El gran momento de la Semana. Lo mismo ficciona que hace realismo. La ironía hecha carne. Para acabar con los números redondos, el catalán acomete en el aire gimnásticos dibujos: “Es prácticamente imposible fingir que se ama sin transformarse ya en amante”. Sus reflexiones suenan como un dedo índice. Y vino para anunciar que se iba. A un pueblecito de la Suiza alemana. Concretamente, a un manicomio donde un escritor marchó en busca de paz para poder escribir. Tuvo que hacerse el loco y consiguió que lo internaran. Vila Matas está estudiando la desaparición con la misma lupa que le ayuda a descifrar qué es la literatura y qué es escribir. Loas a él. Antes de marchar, advirtió: “Tengo una parte muy reducida de obra interesante, pero es más interesante que la de muchos otros”. Si ha habido un hecho especial ha sido la presencia de este ermitaño y viajero, letraherido y extravagante, Vila Matas.
Capítulo II: Gonzalo Rojas (1917). “No con semen de eyacular / sino con semen de escribir”. Si hacemos caso a la tradición tibetana, la palabra debe ser “vestida como una diosa” y luego elevarse como un pájaro. Esto ocurre en la poesía. Por eso el último premio Cervantes es Gonzalo Rojas. Porque la poesía son razones que escapan a la razón. A sus 86 años, el poeta chileno ha acudido a Valladolid para hablar de esas cosas tan importantes para la vida como son la métrica y el verso. Además, afirmó algo que suena a periodístico: “Cuando se necesita un neologismo no importa la RAE”. ¿Ejemplos? “Desoréjate”, “unimiento” o “cardiozumbido”.
Capítulo III: Manuel Caballero Bonald (1926). “Cuántos días baldíos / haciéndome pasar por el que soy”. Un hombre que hace honor a su primer apellido. Un hombre que no precisa de adornos porque todo en él es lucernario. Tres votaciones sin quórum tumbaron sus posibilidades académicas. Hay quien no tiene talla, ni a la primera ni a la décima:
-Me parece, aparte de una pena, una vergüenza que usted no esté en la RAE y sí Pérez Reverte.
-Esas cosas pasan.
A su entonación del sur gaditano le da igual. Él no va de nada porque él es. Las ansias de protagonismo las deja para otros. Sapiencia le sobra. No es ninguna postura forzada. Por eso es académico aunque no tenga sillón. Su chaqueta evidencia que no va a la moda, pero para qué querría una moda si lo que perdura es el estilo. Me habla de un caso único en la historia de la literatura: Claudio Rodríguez. Su precocidad le sigue impresionando. “¡A los 17 años escribió su primer libro... y encima es lo mejor que ha hecho!” Pero recalca que es mejor “ir despacio”. Él publicó a los 26.
Capítulo IV: Luis García Montero (1958). “Una vez dijo amor / se poblaron sus labios de ceniza”. Los maltratos afectivos y la deuda social pueblan su obra; el esfuerzo no acaba en el sufrimiento. De sobra lo sabe: “Leer poesía exige más esfuerzo que novela o ensayo”, pero “tiene su gratificación”. Efectivamente, usando lenguaje de Juan Ramón, podría decirse que la poesía dilata los sentidos. “La poesía es un ejercicio de conciencia, una reflexión moral sobre el ser humano, un medio de conocimiento”, remacha el de Granada. Terminó resumiendo que, para mantener la lealtad, a veces hay que renunciar a la ingenuidad”.
Capítulo V: tan abstractos y concretos. La vida es mucho más que “a simple vista”. Los colores, los sabores, las insinuaciones: los matices. “Casi todo es otra cosa”, advierte Gonzalo Rojas. Una visión complementaria la aportó Montero cuando dijo que nada hay más extraño que una persona normal; Bonald llama “figurativa” la experiencia. Opta por la distancia en la creación, ya que un poema que se entiende “es periodismo”, dice.
Capítulo VI: distintos niveles de compromiso. El otro día hablaba con Patricia Rodríguez Muñoz que soplan “vientos de desguace sobre genocidas escaladas”. La vida es política -como adjetivo-. La tarjeta censal para el Parlamento Europeo 2004 ya nos ha llegado. Es por esto mismo que Luis García Montero se presenta a las elecciones europeas por IU -con Pilar Bardem-. El poeta y catedrático de la Universidad de Granada toma así el testigo del insustituible -él sí lo era- Vázquez Montalbán. “Es algo simbólico y un motivo de orgullo, la implicación política no mancha la pureza del arte”, aclara el Premio de la Crítica.
El pabellón de Cristal también ha acogido tertulias sobre teatro, el problema de España -al que no llegué- o Castilla. “No morir es revolucionario”, canta Javier Ruibal. Como revolucionario también es hablar de Castilla y León, aunque Herrera haya conocido Varsovia hace poco. El historiador Fernando García Cortázar ironizó sobre los nacionalismos “cosmopolitas” y apeló a una Castilla moderna que crea en sí misma. Poco antes que él, Jesús Torbado comparaba el patrimonio de CyL con el de Italia. “El problema es cómo se presenta”. La Junta derrocha la oferta turística en un grupo musical de medio pelo.
Epílogo: Enrique Vila Matas no duda en afirmar que se puso a escribir “porque había leído” a Cernuda, García Lorca y Guillén, por ejemplo. El único paso previo seguro a la tarea de escribir se halla en la lectura. Rojas recuerda que la poesía genera poesía -como el amor genera amor y la vida, vida-. Sus títulos evocan versos de otros. Cada libro de Matas es un diccionario íntimo con salidas biográficas ajenas. La memoria de versos de Montero no cabe en el disco duro de un ordenador; en las piernas de Bonald camina entera la generación del 27. Lectores que escriben. Eso son. No escriben más que porque un día leyeron. Y no lo dejan. Alonso Quijano enfermó igual que lo pueden estar cualquiera de los ejemplos mencionados. En las rompientes de las letras saca la cabeza la función salvífica de la literatura.
Deberíamos cuidar la Feria del Libro como parte de nuestro patrimonio artístico. Junto a la Seminci, nuestra Catedral, la iglesia de san Pablo, la hospedería de san Benito, el Patio Herreriano o el Museo de Escultura. En la Feria encontramos referencias continuadas a cortocircuitos emocionales que nos llevan a comprender qué hay tras los grandes autores. No son más que ávidos lectores, y en ello reside su grandeza. Lectores que, además, escriben.