25 de febrero de 2017
“La belleza
no es locura / aunque yo esté rodeado por mis errores y mis ruinas”. Pound, Cantos. Cabe colegir, silogística y
caprichosa pero no azarosamente, entonces, que en las ruinas y el error –y sus paseos
divagados- hay, lactando, una belleza. Es una interpretación. De tantas. Agradecemos
a Pound el espacio infinito que dispuso para nosotros en el interior de sus
muros. Se permitió en ellos hablar hasta de lo mundano. The cantos, como tantas obras encantadoras, es un libro incompleto.
¿Se acaba alguna vez un Libro? ¿Venimos al mundo para otra cosa que no sea escribir
un texto?, ¿no es la vida siempre un
libro terminado antes de tiempo [y menos mal. En caso contrario, enloqueceríamos.
Sólo nuestras ruinas llegarían a salvarnos]? Hay errores, por cierto,
inacabados. O sea, aciertos completos. No renunciemos a la equivocación.
Brizna de ruinas y errores
Brizna de destello
22 de febrero de 2017
“¿qué somos
/ sino condensación del movimiento / que el vacío habita / y se precipita en
materia / procesadora / de cuanto abarca / su propia irradiación?”. Clara Janés.
Nada que añadir.
Brizna de vaciado
18 de febrero de 2017
“Vuelvo a
extraviarme por las calles [de Córdoba]. Camino sin pensar y sin sentir (…) sin
querer saber (…) No quiero sentir ni pensar”. Colinas, Memorias del estanque. Meditar no es meditar. Es dejar la mente
como el vestido de una novia. Doscientas páginas más adelante: “Alguien me dijo
que no saliera por la noche, que podía ser peligroso; pero yo no me podía resistir.
Salí por los callejones de Jerusalén y no sabía por dónde iba ni adónde me dirigía
sin plano alguno (…) me encontré sentado en el suelo, en el umbral de un
edificio (…) ya no quería o no necesitaba alzarme del suelo”. Tan elevado
estaba.
Brizna de conducta animal
15 de febrero de 2017
“El animal
no trabaja sino obligado por el hombre”. Jardiel. No es haraganería. Es consciencia
de la propia finitud, ya que la principal virtud del trabajo “es hacer olvidar
que se vive”.
Brizna de temblor
11 de febrero de 2017
“Y has
mirado tus libros como miran los árboles sus hojas”. Luis Rosales, La casa encendida. Toda propiedad es una distancia abierta entre el sujeto y el objeto. Estás en ellos, pero, ¿son tú? Los libros
te moldean, obvio, pero también moldean el mundo. Moldean a la
persona que no lee. A la persona amada, ante la que sugiere imágenes nuevas. “Tú
decías / con una voz tan quieta que se iba haciendo árbol” que las palabras
sólo pertenecen a quien las sabe detonar. Y precisabas un martillo frente al
que decir: “Como si tú ya fueras / la palabra precisa”. Pero a las afueras del
lenguaje existe otra precisión, más exacta que la que habita dentro. Y las
hojas son, allí, una expansión de la vida, en la que leer la vida “como un alud
que avanza lento / borrando en cada paso una frontera”, hasta llegar a ti, y
detenerse “como un poco de arena que ha soñado ser playa”, y darse cuenta del
imposible; y mojan sus pies en el Origen y reparan, de nuevo, en la pequeñez de
la Especie, consciente de que todo “ha de tener, al fin, la estatura de un niño”.
La geometría del poema no puede no ser proyectiva. “Sigue cayendo todo lo que era Europa, lo que era mío”. Precisamos un libro ante el
que existir.
Brizna de aeropuerto
10 de febrero de 2017
“Pero, qué
lleva ahí?... ¿libros?... ¿Me puede abrir su maleta, por favor?”. Puesto de Control en El Prat. Fui la única persona de la fila, de la larga fila, a la que ordenaron
detenerse y mostrar sus pertenencias. Leer
te convierte en sospechoso. “¿Para qué quiere tantos?”. Busqué un calzoncillo y
lustré una portada.
Brizna de verosimilitud
5 de febrero de 2017
“La
verosimilitud no me interesa. Es lo más fácil de hacer”. Hitchcock, en sus
conversaciones con Truffaut. Sobre una película, aporta: “Hay una ornitóloga
por pura coincidencia. Naturalmente, habría podido rodar tres escenas para
hacerla llegar de forma verosímil, pero esas escenas no tendrían ningún
interés”. En el minuto ocho de El
apartamento, Billy Wilder introduce una conversación anodina de escalera para
dejarnos claro que el vecino de C. C. Baxter es doctor. De ese modo, a mitad de
cinta, cuando Baxter necesita uno, parece lógico que llame a la puerta de al
lado. ¿De verdad necesitamos justificar las tensiones narrativas? ¿No es más fácil tener la excusa montada que hacer
que aparezca lo que necesitamos? ¿No se acerca la escritura profesional al puzle? ¿No se parece en ella el guion
literario al motor de un coche? Poner cebos al lector, ¿no es tratarlo como un
pez? ¿Qué se dicen la técnica y el arte cuando comparten mesa y mantel? Las
transiciones, ¿no son paja con la que mejor haríamos un sombrero o llenaríamos de
comida un establo? Una tercera vía es admitir que podrías contar algo pero
eludes hacerlo: “Ella me lo ocultó, pero yo simplemente me enteré. Contártelo
me llevaría una eternidad”, le dice Murakami al lector en Hombres sin mujeres, página 32. O, en el mismo libro: “Estábamos en
una sala de un hotel de Akasaka donde se celebraba una fiesta con cata de vinos
(…) Explicar qué hacía yo en un lugar así me llevaría mucho tiempo” [página 86].
Velay. Cualquier decisión es la correcta si está bien tomada.