20 de enero de 2020
“Cuando empecé a pasar las tardes en el cuarto de baño, no tenía previsto instalarme en él (...) Edmondson opinaba que en mi negativa a salir del cuarto de baño había algo de adustez (…) Una mañana, tras amontonar los productos de tocador en una gran bolsa de basura, comencé a trasladar allí una parte de mi biblioteca. Cuando llegó Edmondson, la recibí con un libro en la mano, tumbado, con los pies cruzados sobre el grifo”. Jean-Philippe Toussaint, El cuarto de baño. El único pero que se me ocurre es el vaho. No le sienta bien al papel. Ese personaje y yo coincidimos con Walser: “Bañarse no sólo es sano / sino también muy placentero. / (…) / Creo que la gente se ha bañado / desde siempre con empeño, / por ejemplo los romanos”. La bañera es un despacho. Ya en la película El anacoreta, un personaje se encerraba igual. Allí recibía visitas y mandaba mensajes al mundo, arrojándolos en tubos de aspirina por el retrete. “A decir verdad, actualmente vivo en un cuarto de baño. El aire es húmedo, pero no importa, porque me gustan los ambientes húmedos y frescos”, dice Walser en una prosa. La gente últimamente no se asea y se exhibe con perfume de ocio que disimula el olor a ausencia de lectura por las redes. “¿Quién que sea un poco serio / sería capaz de mostrarse / desnudo ante sus iguales?”, se preguntaba el suizo. “No el europeo”, se respondía. Ya sí. Todos iguales en todas partes. Paseando por la calle, transparentes, ofreciéndonos un TAC. Ahí los tienes, sobre un túnel de cilindro, opinando, orgullosos, analfabetos. Ellos son su propia prueba diagnóstica.