12 de diciembre de 06
Puestos a elegir una música con la que asociar la región, la mayoría de los castellanos y leoneses –contra la Academia- escogería la jota. Una música popular, poco descriptiva de lo que somos y sostenida en el adorno folclórico. Para Antonio Gamoneda, nacido en Oviedo, provincia de León, y justísimo Premio Cervantes de este año, lo que nos sienta a tono es el blues. Esa música sureña de los Estados Unidos, emparentada con los campos de algodón y el delta del Misisipi. Aquella por la que se arrancaban los negros esclavos. Por eso escribió en los sesenta: “Hay en mi tierra un pueblo sin ventura”. A la inanidad autonómica había que sumar el franquismo; frente a la adversidad, la resistencia. Se enfundó de compromiso y la escritura le dio plantón. Antes, en medio de la oscuridad, había aseverado: “El año que la gente empezó a irse / en muchas casas no quedaba nadie”. Por eso el blues. Han pasado cuarenta años y en Castilla la Nuestra poco ha cambiado. Su obra concentra la descomposición de los grandes misterios de la creación literaria: la razón estética de la poesía y el sentido profundo de las palabras. Lo significante y la sorpresa.
Como cabría decir después de leer a Tomás Sánchez Santiago, la poesía real y efectiva son los versos del que desordena. Y es que el poeta “tiene algo de inocente y algo de revoltoso”. En el caso del premiado, a sus setenta y cinco años de edad, están presentes las dos características, en claro, por ejemplo, con su retorno a la poesía -que equivale tanto como decir a la vida-, provocado por el nacimiento de Cecilia, su nieta.
“En esta sociedad, cuando nos cansamos de ver la casa, hay que cambiar la mirada, no la casa”, y sigo con Sánchez Santiago. Reflexión conmovedora. De acuerdo con ella, las pupilas de Gamoneda serían un trávelin estático, una constante y nítida transposición. Esta traducción de la fidelidad contiene buena parte de la dimensión social del libro y, claro, de la responsabilidad adquirida por el escribano que se mancha no fruto de borrones, sino porque busca lo peculiar en la mirada. Esta vuelta de tuerca no habría de ser óbice para que la palabra se mantuviera viva en la exactitud, en la precisión: la casa es la misma por cada una de sus cuatro paredes; por supuesto, puede haber casas de tres paredes, de dos y de una; se pueden pisar los espejismos, trazar triángulos de cinco lados y ser protagonista de enamoramientos cuánticos. Pero no lo pregonen: los locos están demasiado cuerdos para tomar en serio el rigor.
El que escribe se mancha. Aunque las plumas ya no se mojen en tintero, aunque se use el teclado de un ordenador. Los callos que asoman las yemas encima de caracteres formando palabras sin asomo de simulación en las cualidades o sentimientos expresados llevan consigo la búsqueda de lo verdadero. La huella dactilar contiene más información de la que creen conocer los servicios de Inteligencia. Y en esta misión discursiva es imposible desligar el componente ético. La escritura es ética. Por qué motivo se podría acometer -aun a palos de ciego-, sino por ambicionar con el mazo dando otro orden de las cosas: distinto al que nos obliga a amotinarnos en angostos escondites de belleza; salido del caballete de un pintor de la medida y la proporción.
Gamoneda trabaja la realidad en sus libros y la muestra desnuda. Gamoneda, infractor como Bonald, se despierta por las mañanas “envuelto en coágulos de sombra” y algunas tardes confiesa: “Me sorprendo / lejos de mí, llorando”. Dando por sentado que la propia realidad es representación, ¿hasta dónde llegarán los dominios de la palabra? -su poética ofrece algunas pistas al respecto-. Sabemos que infrautilizar la comunicación nos reduce como especie. Pero, hartos de trabajar, arrinconamos el tiempo libre en el programa televisivo más estulto. Nos vaciamos tanto que miramos los anuncios como obritas de arte. Y algunos se acercan, pero únicamente son manifestación sin pancarta de la vacuidad, de la manipulación.
Para creer en el alma no es necesario ser religioso, algo así escuché decir a Pombo. De hecho el alma se nutre básicamente de poesía. La poesía condensa lo significante igual que Gamoneda condensa las posibilidades significantes de la poesía. Con rugiente facilidad. Esto se produce gracias a que trabaja con palabras, no con palabrería. Poca cosa habrá tan ideológica, en sentido estricto, precisamente, como la palabra -¿verdad, Julio Casares?-. Las imágenes de Gamoneda están hechas de acto de entendimiento, de idea revelada. “Qué valdría sin pisadas humanas / esta pobreza que hace crujir la luz”. En él se hallan la palabra pura y el verbo ataviado; el término justo –Holan- y el que sorprende –Arcadio Pardo-. Poeta social –capaz de firmar un manifiesto por un cambio de gobierno a la izquierda en las últimas elecciones- sabedor de que el lenguaje no es materia baladí. Es más frágil que el contenido envuelto en plástico de burbujas. “La poesía resultaría superflua si se atuviese al lenguaje coloquial o mediático, es decir, si se manifestase de manera normalizada, en lenguaje convencional y unívoco”.
Hace menos de diez años él descreía de que hubiera malos tiempos para el poema. Ahora se pone en duda -o ello deduzco-. En cualquier caso, uno de sus ejes fundamentales se mantiene en la poesía como arte de la memoria, como “conciencia de pérdida, de lo que no está o de lo que no es, del progresivo acercamiento a la muerte”. Por esto sentencia que la poesía existe, “porque sabemos que vamos a morir”. Esta “noticia mortal y fundamentada en sufrimiento”, sin embargo, “tiene su causa y finalidad en la creación de placer”. “Dentro del proceso de creación poética no conozco mi pensamiento mientras no me lo dicen mis propias palabras. La aparición del pensamiento poético se produce a partir de una disolución de la normativa común del pensar”.
En razonamientos así cobra primacía la estructuración de las facultades síquicas. La poesía es vida y memoria. El referente del verso por nacer está en el pasado porque, siendo la poesía vida y realidad, sin ayer no cabe existencia. Esta verdad, un tanto tautológica, atañe al ser humano referida al conocimiento. Ahora bien, en su magnífico Arden las pérdidas llega a sostener que la memoria es mortal, por lo que habría que preguntarle si la poesía alguna vez fallece. Lo mismo entra Virgilo por la puerta y nos advierte de los peligros del cambio climático mejor que Al Gore en su película documental. No me cabe ninguna duda: el calentamiento de la Tierra podría derretir los últimos adjetivos a salvo en las bibliotecas de Alejandría. En ese momento a nosotros nos quedarían dos anuncios de televisión como especie.
Frente a la depauperada realidad, que a menudo decepciona, la poesía de Gamoneda son pensamientos cárdenos, anocheceres luminosos, inventarios a gatas por desfiladeros borrascosos de luz. Su criterio y su palabra responden a la consciencia de la desaparición, a la experiencia de la vida vivida –incluida, suponemos, la soñada-. Gamoneda es a la poesía –y la poesía es a Gamoneda- lo que la tilde a las palabras agudas terminadas en ene, en ese o en vocal. Necesidades irremplazables.
El mejor homenaje al leonés tal vez pueda consistir en terminar citando su biología literaria, la esencia de su propia concepción lírica: “La poesía no es literatura. La literatura es una creación humana grandiosa, pero es ficción y la poesía es realidad. La literatura narra, describe, explica o representa y todo ello lo hace dentro de la ficción. La poesía no es ficción sino parte de la vida, con independencia del género con que se manifieste. La poesía es una realidad y una conducta y no necesariamente una representación, un ornamento o una actividad informativa”. ¿Cuándo habrá sido la última vez en que escuchó a un bluesman aullar, tocar desde el plato de su tocadiscos? ¿Mientras leía noticias autonómicas? ¿Nuestros parlamentarios castellanos viejos qué pentatónica sabrán?