mayo de 07
Introito: el pavo real, ese animal modernista, ha saltado de rama en rama, sin salir del Campo Grande, para retomar de nuevo la celebración de la inteligencia. Página a página, la Feria del Libro ha llegado al capítulo cuarenta, un capítulo en el que ha recobrado parcialmente la personalidad extraviada el año pasado. Entonces, cosas propias de las transiciones y de la corrección, se intentó contentar a todos y hubo manos negras alargadas. En la Feria, donde las carpas no son peces, se volvió a disfrutar con la literatura.
Capítulo I: Antonio Gamoneda (1931). “La verdad es un armario lleno de sombra. Ya / no hay más pasión que la indiferencia”. Del verso primero seguramente nacerá el título de lo que serán sus memorias, que significativamente e igual que ocurre con las de Saramago, terminarán en la adolescencia. Un armario lleno de sombra es el que, tres años después de muerta su madre, decidió abrir. Dentro se conservaban objetos testimoniales de su intimidad. Y al abrirlo le llegó el olor de ella.
Gamoneda es uno de los señores máximos de la poesía, cuya disconformidad ante la muerte se ha venido cargando de conformidad. De hecho, hasta hace bien poco, con la aceptación en el sayo, no advertía “más pasión que la indiferencia”. Y en éstas estaba cuando su nieta Cecilia le devolvió el brillo en la mirada, en la pluma y en el voto. Con estas energías renovadas hizo acto de presencia y, acto seguido, extendió como un mantel limpio ante los oyentes su manera de entender la poesía: aquella que no corrompe la palabra, que no la reduce y frente a la que sitúa el “no saber sabiendo” de Juan de la Cruz.
El escritor –astur-leonés se posiciona frente al verso simple –“de simpleza, no de sencillez”-, de lenguaje informativo y normalizado. El suyo se corresponde con una tradición –Elliot, Pound, Pesoa,…- que tiene que ver con el misterio y con la noción de desaparición, lejos del realismo reduccionista que encoje el pensamiento poético y que dejó de ser molde a partir de la imprenta. “Para referirse a hechos objetivos están las redes telemáticas”. Su intervención no fue amable, agradecida ni blandurria como la que cabría esperar de un homenajeado. Al contrario: beligerante y consistente, tan necesaria como la de su presentador César Antonio Molina: “La poesía está en el tiempo anterior a las palabras, no pertenece a la verdad sino al exilio”.
Capítulo II: Luis Landero (1948). “La luz desmaterializaba las cosas, que parecían a punto de ponerse a flotar (…) ¿No sientes cómo la rabia y el asco se anulan entre sí?”. Landero es un profesor, un inquieto, un diletante, un lector que de vez en cuando escribe. Cada cosa en su momento, sin prisas, “encontrando el ritmo de la vida”, como obedeciendo la consigna de Nietzsche. Y así, sin prisas, outsider, como debe ser, se plantea la vida y el trabajo. Este hombre recomienda no dejarlo todo a la escritura para no verse condenado a los bolos: artículos, conferencias, novelas a toda prisa. La cuestión es no ser un profesional del laurel, un esclavo como hay tantos, escribiendo con la lengua fuera, se me ocurre, como si fueran perros. Aunque las jaurías haylas en cualquier estamento. Por eso, en cuestión de escrituras “no es bueno depender del éxito, es una trampa de la que se acaba por depender. Pervierte”. Risueño e ingenioso, comprometido y apasionado: “Llenamos las carencias, los vacíos, las insatisfacciones con creencias, fantasías, locuras, amor e ideología”. Renuente a hablar de su libro –sorteaba hábil y constantemente las preguntas de Rioyo- su intervención fue la mejor de la feria. Con momentos antológicos: los allí presentes nos fuimos carcajeados y sabiendo que la vida y el amor son baciyélmicos.
Capítulo III: Luis Eduardo Aute (1943). “La piel deliberada / insinúa una prematura indiferencia / árida inercia de abrazos huecos / disecados en toallas de tristeza”. Poetazo, luminaria de la cultura. Hacía pocos días había impartido magisterio en el Teatro Calderón con su guitarra, demostrando que conserva la voz e ignorando canciones señeras de su repertorio –alguna, fuera de tiempo-; atacando, por el contrario, sus últimas ofrendas, que es como un autor se mantiene vivo. Quien escribiera en los setenta para La matemática del espejo: “Si pudiera al menos / no ya prescindir de la memoria / sino del deseo / de no recordar” se ve que tiene por fin las botas en el suelo y la mirada frente al invisible epicentro del horizonte sísmico. Está en forma. Reclamó el poder de la música y de la literatura que tiene la canción como único vehículo cultural para mucha gente, “incluso sin educación”. La experiencia de Leonardo habla: “Hay que rescatarla del subgénero en el universo de las artes. Estoy firmemente convencido de que lograr una buena canción es más arduo que una buena pintura, un buen poema, etcétera”. Compartió mesa con Sabino Méndez, quien en su Hotel Tierra analiza a propósito del mercado libresco: “Seguir las novedades es un suicidio intelectual (…) Abunda la literatura de circunstancias”. Habría que retrucarle, no obstante, que él, en estos momentos, también es novedad. Para que matizara una frase de tanto efecto y, sin duda, cargada de cognición. Pero, como él sabe, “esto ha ocurrido en todas las épocas. A principio del XX, el escritor más vendedor era Felipe Trigo y no Azorín o Baroja. ¿Quién se acuerda ahora de Felipe Trigo?”. Pues eso.
Capítulo IV: Fermín Herrero (1963). “Salieron de los bosques con sus labios de musgo a desentrañar la luz”. Lector compulsivo. Creo no romper ningún secreto si digo que ingiere unos cinco libros a la semana. Le tocó sufrir a una compañera, Almudena Guzmán, que fue pólvora mojada. Quería oponerse a Fermín pero sin argumentos. Ejem. Así que éste se paseó por la mesa.
La poesía es algo sustantivo que está en la naturaleza “y que no depende de la invención ni de la imaginación”. La poesía, continuó explicando, “debe unir lo decible a lo indecible” en su afán por eternizar el instante. Las ideas de muerte y misterio referidas al género volvieron a salir. Pero, además, en pos de la precisión, “debe buscar la belleza del mundo”, equivaliendo ésta a tanto como la verdad. “Cuando llueve es más fácil / darse cuenta de cómo funciona / el mundo: nadie aparta / el paraguas”.
Al final, Juan Carlos Mestre y García Jambrina jugaron a polemizar a propósito de un par de reflexiones del de Ausejo de la Sierra. Una:
-La poesía es un acto de emoción, encuentre o no lectores.
-Si no hace falta lector, ¿para qué publicas?”, inquirió ella.
¡Claro que son necesarios los lectores!, pero Fermín se refería a la naturaleza de la poesía…; complementaria, aunque la presentase diferente, la afirmación de Mestre: “La poesía son las hogueras de la resistencia, la desobediencia, la palabra civil, el pensamiento republicano y -de nuevo- lo misterioso convertido en revelación”.
Epílogo: semblanzas telegráficas. Con Ana María Matute llegó la ternura; con Jorge Edwards, la diplomacia; con Javier Serrano, la diferencia entre artista y artesano; y con Jorge Herralde –presentado por Elisa Martín Ortega-, el mejor editor imaginable de la mejor editorial posible, quien ha construido un sello más ideológico que ninguno, que publica a sus autores “incluso en los baches”. Anagrama. Un sello que hace política de autor a través de un catálogo sin capacidad para el engaño. La cuadragésima edición ha ganado en regularidad. Para ediciones posteriores, se debería acudir más a la personalidad y renunciar al carácter abierto donde todo podría terminar cabiendo. En el debe, la tirada de marcapáginas en las casetas de Información -este año, casi ausentes- y la voluble puntualidad en el arranque de actividades. Las mesas de por la tarde empezaban con veinte minutos de retraso.