30 de enero de 2014
“O dices la verdad o
no escribas”, me advirtió en pijama, salido de la siesta, marzo de dos mil
nueve, su voz por el pasillo, rodando como una profecía. Félix Grande me cazó escondido tras
los versos de Amanecer en Damasco, mi
libro bautismal. Y eso es trampa. “Pregúntate si quieres seguir”. La entrevista de Turia se podía realizar en una
hora, en media; pospusimos tanto la primera pregunta que empleamos cuatro tardes. Me leyó
a Vallejo con furia nacida en la galería última de una sima profunda. Rehabilitó
a Luis Rosales. Pidió perdón. Coloso en la vida y en la obra, un cáncer de páncreas le torna en dos meses cadáver en descomposición, carbón del último fuego. Formó parte de los días felices, mis días, en Madrid. Con la
noche desplomada, yo cruzaba el umbral de su puerta directo a Plaza de
Castilla, donde había quedado con el cielo para seguir auscultando el cielo. Y por
ese alud de limbo me preguntó al dedicarme Las
rubáiyátas de Horacio Martín. “En el amor no existe / lo verdadero sin lo
irreparable”. Nunca olvidó: hace tres meses llamaba para recomendarme dos
libros. Etcétera. Estaba convencido de que la poesía, “como los vientos y el
espacio, habita en todas partes”; algo así sostenía Pacheco cuando dudaba si en
el XXII habrá libros, pero no que la poesía seguirá existiendo. “Sólo son
verdaderas / las palabras irrecuperables / El amor es precipitado / Ten respeto al descanso de los muertos /
Comprométete o calla / Ven o vete”.