1 de agosto de 2014
“Puede que
prefiramos el New Yorker impreso (…) Yo prefiero Bob Dylan al último éxito de
hip-hop porque tengo cincuenta y cuatro años. No tiene relevancia, sólo son hábitos. Podemos estar en desacuerdo
con alguien que accede a la información a través de su teléfono, pero, discúlpame,
eso es ser… viejo. La taza de café, abrir físicamente el periódico… eso está
dentro del rito. Nada tiene que ver con el periodismo (…) Antes
también había basura”. David Remnick. Congratula tener a mano a este hombre, sacudiéndote
el polvo, ayudándote a enjugar la sensación casi física de que Edward Gibbon escribió
su obra magna también para nosotros, europeos de hoy; Gibbon, oráculo cíclico opuesto al periodismo de predicción,
“el peor”, el de “aquellos que creen saber el futuro”. Podemos estar informados, entonces, con
internet-Libro de
arena. “Pero necesitas un portátil y una tarjeta de crédito (…) Hacer las
cosas cada vez mejor es muy caro (…) Estarán dispuestos a pagar si la calidad
de la información, la escritura y el periodismo son claramente mejores, más
precisos y más bellos”. ¿También aquellos piratillas que acercan la barbarie, incapaces de
leer un libro, imposibles de concentrarse, asnados en multipantalla por la tecnología –titulares, whatsapps, pensamiento mini, gente jugando a las comiditas en Instagram,…-? El
análisis de Remnick puede convivir con nuestro declive. “Lo importante es conseguir ganarse la vida
escribiendo cosas de las que después no tengas que avergonzarte”. Seamos positivos.
Olvidemos por un rato que somos, apuntaba Gracián de diferentes maneras, un saco de porquería, expresión deducida de él por Chirbes con acierto.