31 de marzo de 2016
“Tengo que
representar el papel de Kertész y me sale mal (…) la escritura lo convierte a
uno en otro”. Kertész. El siglo XX hizo un rodeo y, para fortalecer el yo, primero lo disolvió. El artista pesaba más que la persona… las causas, por
tanto, no fueron políticas –fruto de totalitarismos- ni filosóficas –provenientes
de la muerte de dios-, sino artísticas y de inspiración moderna. Y antes
todavía: el Rey Sol era un aprendiz de Montaigne. “Yo soy de Berlín”, decía
Kertész. Le daba igual de dónde fueras tú. Le importaba que allí había tres casas de
la ópera y que él pudiera acudir. “Una persona cosmopolita no puede pertenecer a
Budapest (…) en cambio, puede pertenecer con toda tranquilidad a Berlín (…) La
vieja pasión húngara, la hipocresía, la tendencia a la intolerancia, es en la
actualidad tan característica como lo ha sido siempre (…) no han aprendido nada
(…) Soy producto de la cultura europea, un decadente, si le parece, ¡no me
ponga la etiqueta de Hungría! Ya es bastante con que sus compatriotas hayan
hecho de mí un judío”. Otro gigante enfrentado a su país, a sus raíces -“Hungría
jamás se ha preguntado por qué ha estado siempre en el lado equivocado de la
historia”-; él no ha caído en la tentación del orientalismo, que siempre brilla desde fuera: “Nací occidental, soy europeo occidental”. Y consciente del
tablero en que se movía, o quería moverse, elegía las piezas con las que jugaba:
“El arte siempre necesita de la distorsión,
de la exageración. A mí no me interesan las ideas, me interesa la estética”.