5 de marzo de 2020
“¿Por qué la escritura hace que sigamos la pista del escritor? ¿Por qué no podemos dejarle en paz? ¿Por qué no nos basta con los libros? Flaubert quería que bastasen: pocos escritores han creído con tanta firmeza en la objetividad del texto escrito y la insignificancia de la personalidad del escritor”. El loro de Flaubert, Julian Barnes. Los reconocimientos son necesarios, algunos imprescindibles, pero otros, por obsesivos, son losas mortuorias que delatan la corteza de miras de quien los practica. Yo, que tanto defiendo la autoría, me pregunto si no habría que empezar a defender, contra los cortos de imaginación y los gestores culturales sin cultura y políticos sin frente, una historia del arte por obras y no por autores. Esto de los centenarios tiene, aparte de juicios demasiado éticos sobre las personas -pues hay a quien se los rechazan: Céline-, la consecuencia de descuidar la calle en la que se vive. Primero no les hacen caso y luego les ponen una placa. “¿Cómo es que las reliquias nos ponen tan cachondos? ¿No tenemos la fe suficiente en las palabras? ¿Creemos que los restos de una vida contienen cierta verdad auxiliar? Cuando murió Stevenson, su codiciosa niñera escocesa comenzó a vender calladamente pelo que, según afirmaba, había cortado de la cabeza del escritor cuarenta años antes. Los perseguidores compraron la cantidad suficiente de pelo como para rellenar un sofá”. Esto recuerda la carta de Alfonso de Valdés, secretario de Carlos V, fechada en 1526: “El prepucio de Cristo lo he visto yo personalmente en Roma, Burgos y Amberes -al parecer existen un total de 14 ejemplares-, y tan sólo en Francia hay a quinientos dientes del niño Jesús. En muchos lugares se conserva la leche de la Virgen y en otros las plumas del espíritu Santo”.