Inédito -22 de abril de 07-
En sus ojos cabe el misterio amable de la vida. Tienen el olfato adornado con bigotes. Qué bigotudos, pero, ¡qué bigotes tan largos! ¿Se han fijado? Los gatos no son cualquier cosa: poseen un aire aristocrático que engrandece su pose: mitad de vaca sagrada; mitad de escultura egipcia: tumbados, semi tumbados, incorporados. O a cuatro patas como los perros.
El gato, ese dandi vagabundo, bohemio asistente a fiestas vip, que bufa, bienhablado la mayoría de las veces. Educado, un tanto altivo. Fino y limpio como pocos, se reboza en la hierba y por el suelo.
Cuando está sentado sobre las patas traseras, el tobogán de su espalda muere en un rabo epilogar: es como otro bigote sin el cual no podrían pasear los precipicios, los desfiladeros, las barandillas. Los gatos transitan el riesgo como el mejor de los funambulistas. Sin pértiga, sin red. Saben que, en caso de perder el equilibrio –que, para ellos, es más difícil que encontrar la aguja del pajar-, caerán de pie.
Los gatos, también, como cualquier ser racional, tienen opinión y derecho a manifestarla, a disentir dentro del pensamiento único. No aceptan las dos caras de la misma moneda bipartidista. Quieren, sencillamente, otra fábrica de moneda y timbre. Cuando se cuelan en las imprentas ponen todo patas arriba. Como cuando te enseñan el estómago abierto para que se lo acaricies mejor. Luego, te cogen la mano con las patas delanteras y usan las traseras para arrearte zurriagazos en el antebrazo. Imagínense a un animal de éstos recibiendo órdenes sobre lo que tiene que escribir, acallado. Difícil, ¿verdad? Antes su cadáver haría las veces de alfombra amaullada.
Por eso alguna vez los cadáveres gatunos han corrido por parques y ciudades como los de los humanos por el Ganges. Recuerden: entre el Retiro y el botánico, la cosa conservadora –que igual tala flora que asesina fauna- se cargó hace siete años a dos mil gatazos. Tengan cuidado con el veneno aromatizado de su programa electoral, es un consejo. Que huele a Chanel pero resulta letal como el gas sarin.
¿Por qué se matan tantos gatos?, se preguntaba Umbral cuando aquello, cuando las matanzas populares y los ríos de sangre marchitando el crecimiento de las margaritas sin opción al sí y al no. “La política que se lleva con los gatos es la misma que se lleva con las putas o con los inmigrantes. Una política de exterminio que no entiende o no quiere entender que los animales, los balseros, las hetairas, están ahí para algo, por algo, y que han estado siempre, antes que nosotros, del mismo modo que nos sobrevivirán”. Loewe -que no Chanel- la gata de Umbral, escribe los placeres y los días cuando su amo anda malito o, directamente, permanece enfrascado releyendo botines blancos de piqué –piqué con minúscula, no confundir-. Fue precisamente Loewe quien enseñó al premio Cervantes, durante la hora sacerdotal de la lectura, la beneficiosa relación que une a ser humano y animales.
De un poeta a otro: “Seguirán otros días, voces y despertares. / Rostro de primavera, / sufriremos al alba, / los gatos lo sabrán”. Cesare Pavese. El italiano sabía que la lluvia ligera podía caer como un aliento. Pero la impermeabilidad de los chubasqueros democráticos últimamente corre pareja a la de los bañadores conservadores.
¿Volviendo? a la poesía, don Pablo Neruda tuvo que dedicar un capítulo en prosa de su poemario Anillos a la desaparición –o a la muerte- de un gato. Y yo trato de buscar entre los bajos de los coches, en los alféizares, al don gato presidencial u opositor, a ese felino neoyork que viste sombrero, gabardina y seguramente es amante del jazz. No puedo buscarlo en los tejados, pillan tan altos. Pero hay zonas bajas, residenciales, en las que, poniéndome de puntillas como una bailarina, logro avistar familias gatunas. Acompañadas pero libres, claro. Por eso no están en los zoos ni en los circos.
Terminemos la prosopografía. Y salgo ya de mí. Puro perfil ajeno. María Soledad me dice, entre lágrimas que lagunan, que se ha escurrido de su vida un michino con el sigilo del aire –el aire es sigiloso cuando no silba-. Le digo ya lo sé. Cualquiera que haya leído a Neruda lo sabe. Era un felino pulquérrimo, como todos. Su esmero delicado, no obstante, contrasta con la naturaleza de sus distracciones: raspas de pescado, ratoncillos, cualquier objeto que al caer contra el suelo produzca ruido. Y, si tiene un charco a la boca, beberá de él. Aunque disponga de agua mineral. Será por la sequía, por el ahorro de agua. El gato, según vemos, es, además, un animal concienciado. Incluso en España. Incluso en Valladolid. Adopten uno.