23 de octubre de 2014
“Los hombres son
iguales en todas partes”. Ramiro Pinilla. Contra la frivolidad viajera, que también la hay, advirtió: “Fui marino
dos años, conocí América y África, pero no me atraía ningún escenario nuevo:
siempre encontraba lo mismo”. Viajar es como escribir: importa la mirada. Algunos,
avivados por las redes sociales, más que la vista, debieran operarse el
cerebro: no tardó el primer selfie
en un campo de concentración. Me gustaría que Adam Smith hubiera escrito
un libro titulado Los beneficios de
acumular experiencias; podría haber aplicado su visión económica.
El que viaja como un zombi y, preferentemente, en agosto es un zombi. No hay que
buscar fuera, sino en la lejanía de uno, o sea, dentro. Lo que no está en el interior, menos,
en el exterior.
Los buenos escritores renunciaron a documentarse y a acumular
experiencias directas; acudieron a los mundos paralelos. Kafka, bien se sabe, habló de América
y de los indios sin salir de unas cuantas calles de Praga. A Pinilla, que
conoció el amor a los ochenta, le gustaba repetir los caminos trillados por
sus pies. Todos los días practicaba esa técnica de meditación que es el paseo. Repisar,
gran ámbito de conocimiento. Imagino a Kafka dando vueltas en círculo,
recorriendo el mundo entero sin que nadie se dé cuenta. Mejor que todas las
manos invisibles, una nariz asomada al abrir un panecillo. Si a Gógol le hubiera
salido La riqueza de las naciones, la
habría escondido, jamás llevado a imprenta.