13 de junio de 2016
“Faulkner no
está mal”. John O’Hara. Un peligro de todo escritor es darle vueltas a la infravaloración
de su obra. Las cajas destempladas son el termómetro de la envidia. O’Hara creyó
merecer el Nobel y se piensa que hasta eligió su epitafio: “Él, mejor que
nadie, contó la verdad de su época”. Al final, todo es el prestigio: el
reconocimiento comercial sólo sirve para lamerse las heridas con la lengua
bañada en oro. O’Hara vendió veintitrés millones de unidades, pero su estela veía que duraba
lo que la de un buque fantasma. Sabía que había escrito mucho, más que su
amigo Fitzgerald y su admirado Hemingway. Pensaba que él era mejor autor,
pero sabía que sus relatos no lo eran. Autoengañarse es más difícil de lo que
parece. Lamentarse, todo lo contrario. Quejarse y quejarse y quejarse es patético
hasta cuando se tiene razón. Imre Kertész la perdió a base de egotismo en La última posada. Dejó una obra que podía haber sido muy buena en interesante.