4 de marzo de 2016
“Madrid, de noche,
bajo el vapor etílico, no exhibía ninguna de esas máculas visibles bajo su luz
velazqueña”. Marta Sanz, Farándula.
Velázquez puso, con su apellido, nombre
–más que adjetivo- al cielo de Madrid. Obviamente, primero fue el huevo, y el
huevo en este caso es el pintor. La vida es gallinácea, y si una tarde vemos
que la luz no es suficientemente velazqueña, la corregimos en nuestra imaginación con unas nubes.
Las cosas han de ser lo que son. La belleza, que no es adorno, a su aire; ora muestra,
ora esconde “la suciedad adherida al pavimento, los locales abandonados, el
olor a zotal, los limosneros, la reja echada que ha dejado de chirriar”, las huellas
borradas de quienes no trillamos ya sus calles y el olvido en el olvido, que no deja de ser otra reja bajada, como la cabeza del animal humillado. Eso es el ayer. No importa que chirríe si está lejos y nadie lo oye.