13 de noviembre de 2014
“No es tuya la luz
de tus ojos / (…) / Esa íntima lunación solitaria / que te acompaña / tampoco
es tuya / sino el olvidado sueño de los otros / dentro de ti”. Javier Lostalé.
Personas echaron cadenas, pero olvidaron, con las prisas, el cerrojo.
“Aprendiste a habitarte como se habita la tristeza”, acompañado por el hueco
del nombre que nombra lo sin nombre; mirándote al espejo, recitando: “Somos lo
que sin nosotros arde solitario. / Donde en espera una existencia se confirma”.
Y reparamos en que el Interior mora fuera, alcanzado por turbiones y los ejércitos
del invierno. Que somos quien “desclavado de cualquier respiración / sabe
llenar su pecho de mareas silenciosas”, el que, desposeído e incrédulo, lee: “Y callo
cuanto supe / para reiniciar el tiempo contigo”.
Aceptamos como fruta
indeclinable que la vida vivida es una frontera de la experiencia. Un so. Y que
“sorda y ciega es la mano del poema / que en su trazo sin pulso / aún un sueño
concibe”. Indiscutible, caminar la vida leída como un paso a nuestras
pobres vísceras, el corazón la primera, investidas engañosamente de alma. El interior
saltó en paracaídas, o en pedazos. Lo encuentras, medio perdido, en estrofas húmedas y lentas como besos. Indiscutible esa vida, sí, a pesar
del yunque diario de la realidad, que, cobarde, te obliga a seguir adelante. A dar pasos
que ignoras si quieres dar. A traicionar la Espera escrita en la literatura, las
promesas de felicidad importadas de países volanderos, poseídos por fantasmas, seguramente
también necias. Pero si el resultado de todo es siempre un engaño, deberían la
fragua y la guillotina permitirnos escoger a nosotros, al menos, cuál. En éstas,
una voz sin rasguño te dice que el silencio del vocablo es una puerta entornada
hacia más silencio, hecho de azul y respiraciones.