2 de noviembre de 2015
“Y solía sucederle
que algunos casuales padecimientos físicos que aquejaban a sus personajes tuvieran
una incierta transferencia”. L. M. Díez, Los
desayunos del Café Borenes. La vida es un espejo de los libros. En este
caso, Ángel Ganizo, narrador, asume el riesgo “como una responsabilidad moral”.
Los libros dictan, además de a autores y lectores, a no-lectores, que son los
que abundan y los alumnos, en definitiva, más obedientes, a pesar de la grafía
y las faltas. No tienen lecturas para rebelarse. Copiaron el acta de su rendición
antes de aprender a escribir. Y cuando oyen una voz -la del mercado, por
ejemplo, resultado de un briefing; o
la de un libro de cuentas; o la del BOE- ellos toman papel y lápiz, y
transcriben fonéticamente. El caso de Ganizo es distinto: no es una persona más libre, pero, o nadie le engaña o elige ser engañado y por quién. “La circunstancia de
su naturaleza enfermiza pertenecía, en buena medida, también a la ficción. Le
gustaba la figuración y el destino del enfermo imaginario (…) ‘Soy un ser
desahuciado. Estoy delicado, estoy en las últimas, lo que me duele es el
duodeno y el desarraigo’”. Parece Larra. El arte marca las pautas. Umbral se vio tan representado en la flor de acequia que terminó convertido en una. Angustia existencial, decía, coqueto, quitándose
años. “La vida como novela y la ficción como vida”.