16 de noviembre de 2015
“Lo he pasado mal al
publicar [los diarios], era más feliz cuando escribía para mí. No me ha gustado
mucho la experiencia. De hecho, el diario se acabó (...) se autodestruyó”. Iñaki
Uriarte. La agrafía no es el reverso de la escritura, sino la cara de la
coquetería. En la página en blanco todo es perfecto, hay un Malévich. La
excusa de corregir pospone el parto, y no hacer nada, ni garrapatos siquiera, es
a la par conquista y deseo. El placer de criticar a los indolentes mientras
miras por la ventana. “Con la sensación de que me vayan a ver se me estropea un
poco el gustazo (…) Creo que puedo volver [a escribir]”. En las declaraciones hay,
soterrado, un cinismo romántico, una puesta en escena, un apetito, un diálogo con
vocación de monólogo. Una entrada para su diario, que sortea las noticias de la
televisión. “Sí discutía de política (…) pero, a la hora de escribir, no es lo
importante realmente en la vida”. Porque la vida es lo contrario a la
actualidad, igual que la información lo es del conocimiento. Me abstraigo para no comentar los -reincidentes- atentados de París. Uriarte
practica la contemplación. “Me di cuenta en cuanto terminé la universidad. No quería
meterme en una empresa con una nómina, me parecía espantoso. Hablar de esto,
ahora, con la crisis es muy complicado. A mí me parecía que la mayoría de
trabajos eran exploración pura y dura”. Y puta. “Aquello que describió Marx me
fascinaba: por la mañana, pescar; por la tarde, leer; etcétera. Mi gran
objetivo es que nadie me dé órdenes. Sólo he trabajado con horario fijo una
semana en mi vida”. Ya es.