Grandes rasgos de la tolerancia

10 de diciembre de 03

La zanja es una de las novelas cumbre del realismo social español. En ella aparecen enfrentadas dos sociedades distintas, un dualismo venido de conceptos. En la obra, los obreros que cavan la zanja no entienden a sus vecinos. Están trabajando cerca de un conjunto residencial para extranjeros. Hablan distintos idiomas. La zanja que cavan es metáfora de la barrera lingüística, y ésta, a su vez, de las diferencias social y económica. En ocasiones, malinterpretamos las palabras o continuamos sin entender a nuestros vecinos. Los términos que se usan tampoco significan lo mismo para todas las personas. Muchas veces se da por bueno el tópico. El DRAE unifica el idioma, pero hay que acercarse a él con interés, para que todos, al decir tolerancia, sepamos de qué hablamos. Si no sabemos lo que decimos, seremos más vulnerables. Y las palabras pueden tomar una deriva inesperada -la de liberalismo, por ejemplo-. En 1961, Alfonso Grosso hizo alfarería verbal. Hoy, esa zanja no habría que buscarla tanto dentro de nuestras ciudades -que también-, cuanto en el mar Mediterráneo, por hablar de un caso próximo. El problema no es no entender sino no poner remedio a la falta de entendimiento. José Luis Sampedro, hablando del valor de la palabra, afirma que el alfabeto fomentó el pensamiento libre y la imaginación. "Por eso ahora nos quieren analfabetos".

Generalmente tolerancia se asocia a respeto y solidaridad. La diferencia estriba en que el respeto se lo gana uno; la solidaridad es un invento humano -positivo-, una forma de adhesión desinteresada hacia los demás; y la tolerancia es una condición innata. Casi como el amor, una dimensión. Algo sagrado, per se, ajeno a normas y leyes. Aunque éstas sean precisas para regular el comportamiento en sociedad y salvaguardarla de actos impropios. Es un imperativo de la convivencia. Y, malo cuando se ha de invocar. Por supuesto, va más allá de la paciencia y del aguantar. Ser tolerante es, sobre todas las cosas, aceptar la diferencia. Cada cultura tiene sus diablos y sus espíritus libertadores. La perteneciente a uno no es la medida de todas las cosas. Recientemente lo hemos podido comprobar, en uno y otro lado, con la polémica del chador.

Todo invento responde a una necesidad. Así, la tolerancia se pide debido a que no existe en la práctica. No hay que remontarse mucho en la historia, desgraciadamente, para hallar la primera defensa pública de la tolerancia por escrito. Spinoza y Locke, en el XVII, defendieron la tolerancia en materia religiosa -de manera implícita ya la había dispuesto Tomás Moro, promediado el XVI en su Utopía-. La tolerancia política cabe agradecérsela a Voltaire, Anatole France, Bertrand Rusell y a los ilustrados del XVIII. Con la hermosa herencia de la Revolución Francesa, en el siglo XIX, también John S. Mill y Jeremy Bentham, defendieron posturas similares. Más tarde llegaron movimientos revolucionarios e idealistas que se apoyaban en la idea del beneficio común, sin clases. No obstante, hasta no bien entrado el pasado siglo, no se difundieron realmente propuestas de envergadura relacionadas con la tolerancia. Éstas ya incluían las diferencias étnicas, de pensamiento y hábito sexual. En 1948 se escribe la primera redacción de Derechos Humanos. Fue en París. Con todo, el lastre de las guerras y las discriminaciones ha seguido adelante hasta el presente más cercano. Cualquier periódico publica casi diariamente el renacimiento de nuevas formas de intolerancia.

Un obstáculo capital es el factor religioso. Guerras, disputas y sangre quedan detrás de concepciones espirituales radicales, unívocas y excluyentes. Hans Küng afirma que no habrá paz en el mundo si antes no hay paz entre las religiones. Igualmente, José Saramago encuentra en ellas un obstáculo, "el más importante, tal vez" para el entendimiento entre hombres. El pensador portugués recoge en Cuadernos de Lanzarote: "No conviene confundir lo obvio con el hecho adquirido, como tantas veces sucede. Se nos llena la boca con el derecho de cada uno, pero, en el día a día, lo contrariamos con cualquier pretexto".

Si no conocemos ni podemos asimilar nuestro entorno, queda claro que no tendremos acceso a la realidad, o en un tanto por ciento ínfimo y despreciable. Interpretamos -según vamos descubriendo- lo que vemos. Y fruto de ese libre albedrío, cada persona puede tener visiones distintas de los hechos. De unos mismos hechos que se nos presentan. No hay una realidad estática libre de juicios. Incluso la duda nos llevaría al escepticismo de Locke y su idea de tolerancia. Un escepticismo activo o pasivo debería encaminar siempre la idea de que no existe mecanismo para apreciar si hay raza superior. La migración nos plantea en Europa la cuestión identitaria y las preguntas no resisten el impulso primero del rechazo. Las respuestas no nos donan un fin. En palabras de Julián Marías, es intolerancia "no aceptar la realidad", de lo que se deduce que el tolerante es quien acepta puramente la realidad, con sus formas, diferencias y matices. Luego, las opiniones podrán ser rebatibles y dignas del menor respeto, pero la persona nace con él ganado. El respeto a la persona por su condición es la tolerancia. Y se podría decir que es un derecho que nace por la vagina. En Madrid o en Magreb.

Tolerancia puede parecerles a algunos una palabra rimbombante y ampulosa. Y es cierto que resulta un lugar común. Los que están cómodos en el orden imperante tratarán de desprestigiar algunas causas, algunos términos. Así, es normal que acaben manoseados impunemente. En cierto modo, no anda tan lejos el pasota del escéptico, del relativista. Esa gente que ha renunciado a pensar es la que se siente insegura fuera de su grey. Manosea y deja manosear. "Las palabras son violadas tan a menudo que una acaba por desconfiar de los grandes conceptos", dice Rosa Montero. Ella es una gran desconfiada. Tanto que su discurso ha perdido fuerza. Por las dos razones -la pérdida del matiz y la consiguiente desconfianza- es importante unir las palabras, los actos y la voluntad. Eso nos acercará al concepto madre.

El destino no conoce la línea recta. Sólo es de esperar que este racimo de curvas peligrosas y falsos atajos que son la lexicología y el comportamiento, nos lleve algún día, antes de que sea demasiado tarde, a un respeto profundo al hombre y al medio que lo sostiene. A vivir la tolerancia, o sea.