Las piedras y el tejado

14 de junio de 05


Ha muerto otra tienda de música en la ciudad. Se llamaba Rocko y no ha resistido la competencia desleal que la tecnología trae como una hogaza dura bajo el brazo. Ha fallecido mientras vendía discos a causa de una deshidratación. Pero la pérdida de líquido no ha tenido que ver con las temperaturas cambioclimáticas que anuncian olas de calor.

Ahí quedan los restos vacíos, ocupando un trozo de pared en la calle de san Felipe. Abandonados, sin pósters ni estanterías; sin novedades que ofrecer; aparcando indefinidamente los restos de serie y las segundas manos. Visibles, sólo unos cartelones de liquidación total. La liquidación es distinta según de dónde proceda. Puede venir de Imre Kertész -y entonces hacen reverencia unos señores suecos- o del grasiento mercado. La liquidación siempre ha sido selectiva, silenciosa. Excepto al llegar al primer millón, que ya empieza a despertar sospechas, como ocurrió en aquella Alemania. La liquidación a estas alturas de libre mercado, no iba a ser menos, es una señora de derechas muy educada: hay cámaras invisibles de gas esparcidas por las europas cumpliendo su función de manera eficiente -unas gotas de estrés, un poquito de soledad, unos gramos de consumo macroeconómico-. En África, a diferencia, las cámaras son visibles: basura industrial, petróleo por armas, y suelo tribal devastado.

La desaparición de este tipo de tiendas es una constante desde hace ya algunos años. El pequeño comercio musical está acorralado. Pasa que la música anda por los suelos: se vende en mantas que no dan calor. En este caso son 170 metros cuadrados que se traspasan; en otros, grupos olvidados o contratos que se dejan de firmar. Como dice una cantante que no es santa de mi devoción, Soledad Giménez, “nada puede competir con lo gratis”. Pero es que esa gratuidad recae sobre los hígados de profesionales, de gente que vive de su oficio. De personas que son músicos igual que usted puede ser médico, albañil o profesor. Enrique Bunbury lo tiene claro cuando le preguntan. “Sin pagar, no. ¿Tú qué opinarías si no te pagasen el artículo?”, le compele al periodista. “No he pedido que distribuyan mis canciones, ¿por qué lo hacen?”; “¿Amor al arte?, ¿por qué se lo exigen sólo a los músicos?, ¿por qué no a Aznar? Quiero cobrar por lo que hago. Es mi trabajo, es mi vida. Seguramente lo haría si no me pagaran, pero que no me fuercen”.

El malestar en la cultura ‘musical’ no es ajena a movimientos extramusicales -de triunfantes que se operan el gesto- y, sobre todo, no es ajena al creciente fenómeno de la piratería. Las consecuencias de bajarse canciones impunemente de Internet o comprar la música de contrabando van en cadena: desde la discográfica al consumidor. Sí, finalmente, el más perjudicado es el oyente, que encuentra asfixiada la calidad en un corsé que apenas realza nada.

“Con la música a otra parte”, parecen decir desde un zulo en el que se trabaja treinta horas al día, produciendo dos mil discos por segundo; o desde la azotea universal del que cuelga en la red música lista para ser robada. Música que ha costado sus horas de inspiración, composición, arreglos, alquiler de estudio, grabación, productor, disquera, promoción absolutamente imprescindible, personal en tiendas, etcétera etcétera.

Aurora Beltrán aboga porque se multe a quienes compran un cedé pirata. No le falta razón cuando llama “gentuza” y “ladrones” a los se bajan música de la red a cambio de nada. No es hurto: “No te ponen una pistola en la cabeza, pero están robándonos”. Efectivamente, se trata de un problema de educación, “la gente no tiene civismo”. Su grupo, Tahúres Zurdos, también ha echado el telón. La piratería musical -no lo es la copia privada- está muy bien vista porque parece de tontos no robar en ausencia de castigo. Esto es propio de sociedades sin ética, que necesitan el palo, el policía detrás; que sin castigo, delinquen. Que frenan cuando ven a la policía y luego acaban estrellándose contra un camión.

Las prácticas ilegales implican, fundamentalmente, que el consumidor no pague un euro en concepto de derechos de autor. Esto es tanto como imaginar a un electricista loco haciendo instalaciones gratis por la ciudad. La consecuencia directa es la muerte de la música: grupos que desaparecen y tiendas de música que cierran. No sólo afecta a los músicos establecidos, sino, sobremanera, a los grupos noveles -muertos antes de nacer-.

Está muy bien eso de bajarse canciones sin pagar un duro. ¿Por qué no hacemos todos lo mismo con otros productos? Bajar a la panadería, tomar una barra y salir corriendo. Hace trece años un paquete de negro costaba 53 pesetas, hoy, 350. El periódico ha subido el doble. ¿Y qué me dicen de los coches? Rompan una luna y llévenselos por la cara. No es más que eso. Hala, todo gratis. Jaume Sisa escribió un artículo impecable ironizando sobre la contingencia de que la música y, pasito a pasito todo en la sociedad, fuera gratis. “Queremos música gratis. Managers, empresarios, promotores, personal de montaje luz y sonido, locales de ensayo, pegadores de carteles, vendedores de entradas, todos vivirán del aire porque nadie les pedirá dinero cuando acudan a comprar lo que necesiten para vivir”. Y termina comentando: “Gracias a la tecnología digital será posible lo que ni la Revolución Francesa, ni la República española, ni el Soviet Supremo, ni el Mayo del 68 hicieron realidad”.

“Es muy caro”, se quejan algunos insensatos. La carestía de algo siempre es relativa, pero este es un argumento que suena a mentira, ya que se trata de un producto que nunca ha subido de precio. Si de precios abusivos hablamos -si ese es el problema y no la comodidad delictiva- marchen a robar ropa de marca. Ésta, objetivamente, sí lo es. Relativismo moral inaceptable.

Los discos no se pueden abaratar para ser competitivos: es el único producto que no ha subido de precio en casi casi veinte años. Y hay mucho que pagar con poco. Cuesta lo mismo una novedad hoy -de 14 a 16 euros- que en 1988 -2.500 pesetas-. Cuando, meses después, bajan a serie media, los cedés son más baratos que las antiguas casetes o los delicados elepés. El vinilo ‘Islands’ de Mike Oldfield costaba 1.300 pesetas en 1987. En 1991, en disco compacto, el ‘Use your Illusion I’, 3.100. Por eso no le falta razón a Loquillo: “¿Bajar el precio de los discos? Lo que habría que hacer es subirlo”.

Ladrones de guante blanco. En EEUU ya se ha empezado a perseguir a los usuarios que desde la placidez de sus casas aumentan la discoteca de su habitación. Con la factura de teléfono les llega la multa. Es una buena manera de hacer comprender que bajarse canciones sin pagar debería ser una actividad de riesgo.

Entre quienes fomentan la piratería no hay perfil. También hay músicos ‘superauténticos’ que la comprenden o la alientan a costa de batallar contra la malvada industria: Kiko Veneno, Alaska o Manu Chao, quien repite que la industria es una mafia pero no rompe contrato, además de tener un caché millonario -equivalente a la suma del de cuatro grupos españoles- que pagan ayuntamientos sin cobrar entrada. Hipocresía. Los abogados de Dios ‘defienden’ al consumidor. Ay, qué bonito. Piden la bajada de precios, que se retire el canon que grava los discos vírgenes y critican a las discográficas, sin las cuales no habrían sido nada. Van de independientes pero sólo tiran piedras contra su propio tejado.

La tienda de la esquina cierra, pero nos quedan las grandes superficies, que son las cavernas de nuestro tiempo, como acertó a comparar el genio luso. Sobre todo hay dos enooormes: el supermercado-mazacote e Internet. Se pueden contar con los dedos de una mano las tiendas de discos que quedan en Valladolid. En sólo tres años han desaparecido seis -entre ellas las míticas Discos Foxy, Discos K o Maci Rock-. Al que le gusta la música tiene los discos como fetiches, gusta de mirar bellas portadas y tiene actitudes de amante.

Los que se bajan por sistema discografías completas son eternos advenedizos en un mundo que les ignora. Con esas piedras a otro tejado. El día en que me reciba un dependiente que no tiene ni idea ni gusto por lo que pido, y que lo mismo podría despacharme el embutido, dejaré de comprar música. Van a conseguirlo.