31 de diciembre de 2014
“Ya está”. Rafael Azcona.
Esas fueron sus últimas palabras. Ovación. Un personaje suyo ya exclamó antes de morir: “¡La vida, qué esplendor!”. La
literatura es un ensayo de la muerte y hay que saber despedir la vida igual que
una novela. Hasta entonces, “el mayor placer cotidiano es desayunar”. Por la
mañana siempre una cigüeña traza círculos, imitando al infierno, por
los campos sin obstáculos del cielo. Montamos un caballo de Troya por las
aceras. Otro año, “ya
está”. Las hojas del calendario no caen solas, alguien las tira desde muy alto
y cuando llegan al suelo no producen estruendo. Los cascos del caballo,
tampoco. En dos mil quince debiéramos desayunar más, no importa a qué hora. Seamos
estrellas del rock y arrojemos dos mil catorce como un televisor. Que haga
ruido. El que otros desastres injustamente no hicieron. Y digamos, con
naturalidad y alegría, que ya está. Mientras
pronunciamos esas palabras como un conjuro, una copa de champán brillará,
esplendorosa, en lo alto de nuestra mente. Y las burbujas sonarán como una equitación
prodigiosa.